El movimiento nació de un solo hombre. Y de una convicción: negociar constituía un error. Nada de politburó; Iglesia de un solo papa. Y prohibido el debate, compañeros. El movimiento es él, con sus nombres y sus apellidos. Y sus ideas, inapelables.
El mito de su genio político creció cuando al poco tiempo de la fundación del nuevo movimiento las victorias comenzaron a llegar. Eureka: lo que estorbaba eran los otros. Él lo sabía. Adiós definitivo al disenso. Toca acatar o irse. Nadie se va.
Luego 2018. Arrasamos porque lo obedecemos. Y siguen seis años en los que pase lo que pase nadie respinga. El señor es el pastor y ay de quien titubee: a uno que desde el Senado osó dudar se quedó sin Palacio; gacha la cabeza reculó: “mi trono por un tamal de chipilín”.
Tras la sucesión, que le sale bordada, su ausencia es el mejor truco. Se va, pero no se va. Se va, pero se queda. Permanece en su heredera, que ganó a pulso su sitio y quien no piensa en distanciarse; pero también en su predilecto sanguíneo, al que coloca en el partido.
Un año después, el invento muestra signos de agotamiento.
El Plan C se ha consumado, pero gobernar es otra cosa. La Corte da risa (y preocupación). El Congreso es un circo. Y Palacio intenta cuadrar el círculo de la disfuncionalidad de una herencia deficitaria en términos económicos, inoperante en el plano administrativo, y con escándalos de corrupción cada cual más grave que el anterior.
Antes de empezar el segundo piso, el nuevo gobierno repara cimientos. Encima, hay tres piezas sueltas. Se trata de los hijos mayores del intocable líder.
Para saber qué hacer con ellos, el más rudimentario reclutador cuestionaría: conocidos como ya son estos personajes, puede decirse que ¿la sabiduría política se hereda? No necesariamente. ¿El carisma? La pregunta sobra. ¿La conciencia de clase? Depende, ¿de cuál clase estamos hablando?
Tres hijos, tres elefantes en la sala del movimiento.
Si el fundador quiso un partido sin más voz que la suya, y sin más ruta que la trazada por él, dónde quedó el instructivo sobre qué hacer cuando el “no somos iguales” se devalúa porque partido y presidenta han de distraerse al defender a estos Hugo, Paco y Luis.
Durante décadas, Andrés Manuel López Obrador privilegió una sola cosa. Buscar el poder a fin de instalar en el gobierno su visión, mezcla de estatismo con orgullo nacional, modelo de reivindicación de lo popular pringado de nostalgia. Nada le importó salvo eso.
Ahora, el éxito político de AMLO enfrenta una amenaza.
En mayor o menor medida, cada uno de sus tres hijos mayores ocupan la agenda pública y no por buenas razones. Dos de ellos acusan abiertamente que son víctimas de una persecución de adversarios, cuánto de eso lo creerá la población.
Si el líder pretendía un relevo generacional, y que la de Sheinbaum fuera una presidencia de transición entre su persona y alguno de sus hijos, el experimento cascabelea antes del año. Y esta pugna apenas empieza.
Un expresidente –dicen que dijo Felipe González– es un jarrón chino al que nadie sabe dónde colocar. Siguiendo la metáfora: ¿qué son entonces los hijos de un expresidente que creen que deben ser protagonistas cuando su padre, el expresidente, se ha retirado?
El movimiento era (es) él y su inescrutable voluntad. ¿Qué decidirá ésta para sus hijos mayores?
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Vergüenza debería darle a gente ya crecidita hacer al otro hijo de YSQ tema público. Le molestaron en su adolescencia, lo molestan en su temprana juventud. Es ruin hacer eso.