Si al exterminio de grupos nacionales, étnicos o religiosos antes se le tenía por una barbarie y, luego, a fin de dimensionar el horror de ese crimen de lesa humanidad, el término evolucionó al de genocidio. Ahora el primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, quiere acuñar y encarnar la idea del genocida serial.
Matar y rematar al pueblo palestino, así sea por hambre, enorgullece a ese etnocida que, de seguro, entiende como una condecoración contar —desde noviembre pasado— con una orden de arresto por presuntos crímenes de guerra, y seguir masacrando sin piedad y con impunidad. Risa les han de provocar los jueces de la Corte Penal Internacional, así como la condena de otros organismos y organizaciones. Quizá, ya enmarcó y colgó en su despacho esa ficha roja porque, por lo visto, le fascina el color de la sangre, aunque con esa tinta desvanezca la propia y trágica historia de Israel. En su propio país, hay quienes lo padecen, resisten y condenan; saben que Israel no merece ser representado por él.
Obviamente, a ese exjefe de una unidad de élite de las fuerzas especiales israelíes no lo sacude ver a un niño mutilado o enjuto con la piel adherida al hueso y los ojos perdidos, ni ver volar por los aires a quien ansiaba un bocado de comida. Tampoco lo perturba ver salpicado de sangre el lente de un fotorreportero asesinado, ni ver estallar y desplomarse a un hospital sobre enfermos, médicos y enfermeras, no. Si de pellejos se trata, a él sólo le interesa salvar el suyo.
Es de los políticos que, con tal de acceder al poder y ejercerlo, poco le importa jalar una y otra vez el gatillo, oprimir cuantas veces sea necesario el botón de un misil o escamotearle el alimento a quien lo necesita. Es un genocida serial, saliva al ver escurrir sangre. Es un hombre fuerte, capaz de cargar sobre los hombros y la conciencia millares de muertos. Ante un personaje como él, la pregunta no es cuánto tiempo tomará frenarlo o detenerlo, sino cuántas vidas se habrán de perder antes de verlo caer.
Netanyahu, quien de joven militar participó en la Operación Infierno y, luego, desertó de la lucha antiterrorista para formar filas en el terrorismo de Estado, hoy simboliza lo dicho por Naciones Unidas: el fracaso de la humanidad. Es el carnicero de corbata y sin mandil de Palestina.
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No cabe duda del infame acto terrorista emprendido contra Israel por Hamás en el ya muy remoto mes de octubre de 2023.
De enorme ruindad fue tomar de rehenes a más de 250 asistentes a un festival de música en el sur de Israel, limítrofe con la Franja de Gaza, y aún hoy retener a 49 de ellos sin dejar saber siquiera si 27 de ellos están ya muertos. Por eso la orden de arresto de la Corte Penal Internacional no sólo comprendía a Netanyahu y su entonces secretario de la Defensa, Yoav Gallant, sino también a Mohammed Deif, comandante militar de Hamás.
Fuera de discusión la condena de lo sucedido, pero la respuesta del carnicero de Palestina rebasa toda proporción. Se inscribe en una venganza, en un genocidio serial sin paralelo que, tras descabezar a grupos y movimientos armados palestinos, se encarnizó con la población civil. Aun cuando más de un niño gazatí quisiera señalar a Netanyahu como su verdugo, no puede porque el matarife hizo un muñón de su mano o brazo y un nudo de su estómago. Sin mencionar a los que exterminó, secándoles los labios. Terrible ver a esos niños.
Si la vesania de José Stalin, Adolfo Hitler, Pol Pot o, en la escala continental, la del dominicano Rafael Leónidas Trujillo, el chileno Augusto Pinochet y el argentino Rafael Videla marcó el siglo pasado, hoy, Benjamín Netanyahu quiere ceñirse en las sienes una guirnalda de bombas y misiles, coronarse con el título del mayor infanticida, feminicida, gerontocida, al menos, del primer cuarto de este siglo.
Netanyahu quiere hacer suyo el título del genocida serial, así sea matando de hambre a la gente.
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Benjamín Netanyahu se beneficia del viento negro que sopla hoy en el mundo y le permite convertir a Gaza en una fosa o, como quisiera Donald Trump, en un resort edificado sobre un cementerio.
El golpe dado al tablero mundial justamente por su socio y defensor de oficio estadounidense; la crisis de los organismos internacionales multilaterales; así como los conflictos nacionales, regionales y globales han tendido una cortina de humo sobre la carnicería de Netanyahu. Incluso el esfuerzo de las organizaciones no gubernamentales y sectores sociales de distintos países del mundo, así como de las fuerzas políticas israelíes que, con toda razón, reclaman la liberación de los rehenes aún en poder de Hamás y un cese al fuego inmediato, ha sido insuficiente para detener al carnicero de corbata. Europa, al parecer, ahora se conmueve.
Tal es el cinismo, que el genocida serial no tuvo empacho en postular en julio a Donald Trump al premio Nobel de la Paz y recibir, a cambio —según CNN—, un mensaje de respaldo, exonerándolo de presuntos actos de corrupción. El mandatario estadounidense habría escrito en su red: “Es terrible lo que le hacen a Bibi Netanyahu en Israel. ¿Cómo pueden obligarlo a sentarse en un tribunal todo el día sobre nada? Es una cacería de brujas política, similar a la que yo enfrenté. ¡Dejen a Bibi en paz, tiene un trabajo muy importante por hacer!” Sólo le faltó añadir: continuar el genocidio. Tal es la complicidad entre los condenados.
El fascismo ha ganado espacio en los intersticios abiertos por el nuevo desorden mundial. Jauja para un asesino que silba al masacrar y sueña con hacer de la franja de Gaza, tumba de Palestina.
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La historia no va a juzgar al genocida serial; el presente ya lo condenó. Difícil ha de ser para Netanyahu toparse con un espejo y reflejarse de alma entera.