¿En verdad el presidente Trump puede dejar que se extinga el Tratado México, Estados Unidos, Canadá (T-MEC) como expuso esta semana?
Pues sí. Sí puede hacerlo. El pequeño detalle —que convenientemente no suele mencionarlo— es que ello ocurriría muchos años después de que concluya su presidencia.
Por más ímpetu que tenga, los relojes legales no corren al ritmo del ánimo político de Washington ni de las declaraciones hechas al calor de sus acusaciones.
El artículo 34.7 del T-MEC establece con claridad la duración del Tratado. Textualmente señala: “1. Este Tratado terminará 16 años después de la fecha de su entrada en vigor… 2. En el sexto aniversario… la Comisión se reunirá para realizar una revisión conjunta…”.
Es decir: aun si Trump decidiera no confirmar la continuidad del T-MEC durante su administración, el acuerdo seguiría vigente hasta el 30 de junio de 2036, fecha en la que habría que apagar la luz… siempre y cuando los tres países quieran irse a dormir temprano.
Mientras tanto, la revisión será anual, garantizando una larga serie de encuentros, tensiones y ocasionales desplantes muy televisados.
Para que el presidente estadounidense realmente pudiera convertir el actual acuerdo en dos tratados distintos —uno con México y otro con Canadá, como insinuó— necesitaría denunciarlo formalmente.
El artículo 34.6 es claro: cualquier parte puede notificar por escrito su salida y abandonar el acuerdo seis meses después. La redacción es sencilla; las repercusiones, por decir lo menos, estruendosas.
Y aquí está el punto crucial: ¿de verdad alguien cree que Trump tiene los márgenes políticos para repudiar el acuerdo comercial del que dependen más de 7 millones de empleos en Estados Unidos? El T-MEC no es un arreglo decorativo, es la columna vertebral de la integración productiva norteamericana. Y no es precisamente popular entre los empresarios ser recordado como el dirigente que pateó la silla sobre la que todos estaban sentados.
Ayer mismo, las principales organizaciones que agrupan a grandes empresas de los tres países socios, el Consejo Mexicano de Negocios de México; el Business Roundtable de Estados Unidos y el Business Council of Canada, respaldaron la extensión del T-MEC como un tratado trilateral de Norteamérica.
México es hoy —dato que a Trump no siempre le entusiasma repetir— el principal comprador de bienes estadounidenses, superando tanto a Canadá como a China.
En 2024, las exportaciones de EU hacia México rondaron los 334 mil millones de dólares, apuntalando a sectores tan diversos como el agrícola, el automotriz, el tecnológico y el de maquinaria pesada. Desmantelar ese andamiaje sería como desconectar cables de un avión en pleno vuelo: quizá no se caiga… pero habría razones suficientes para ponerse el cinturón.
Por supuesto, esto no significa que la renegociación será tersa. Habrá presiones por reglas de origen, energía, agricultura, comercio digital y, desde luego, por la relación de México con China.
La revisión de 2026 promete ser incómoda y exigente, como ya anticipan analistas en Washington y Ottawa. Pero de eso a dinamitar el Tratado, hay un abismo económico y político que difícilmente alguien en su sano juicio cruzaría.
La ironía es que, pese al ruido y las amenazas, la realidad es terca: las empresas estadounidenses necesitan al T-MEC tanto como México necesita mantener abierto su principal mercado.
Y Trump —como cualquier político que aspire a preservar capital político— difícilmente querrá ser recordado como el artífice de un descalabro comercial de proporciones históricas.
En lugar de engancharnos con cada declaración matutina o nocturna, lo sensato es preparar una estrategia técnica, firme y bien articulada para la revisión del Tratado.
La pregunta relevante no es qué dice Trump hoy, sino qué tan preparado estará México para sentarse mañana en la mesa de negociación.
Porque, al final, el ruido pasa. Y el T-MEC —con todo y sobresaltos— seguirá siendo la pieza central de nuestra relación económica.
Lo verdaderamente estratégico es llegar a la renegociación con la serenidad de quien ya hizo la tarea y no con el sobresalto de quien descubre tarde que la prueba sí contaba para calificación.
