Coordenadas

La aspiración de Slim y el muro de la desconfianza

Carlos Slim insistió en que México debe alcanzar una inversión total de alrededor del 25 por ciento del PIB si quiere romper la inercia del bajo crecimiento.

Existe un principio económico aceptado por analistas serios: para que una economía emergente crezca de manera sostenida, la inversión total debe ubicarse alrededor del 25 por ciento del PIB.

Ese nivel no es antojadizo; es el mínimo para reponer capital, incorporar tecnología y generar empleos de calidad. Carlos Slim volvió a recordarlo esta semana, al insistir en que México debe alcanzar ese umbral si quiere romper la inercia del bajo crecimiento.

La pregunta es: ¿qué tan lejos estamos?


Según datos del INEGI, la formación bruta de capital fijo ronda el 22.5 por ciento del PIB. La distancia respecto a la meta parece pequeña, pero es engañosa: no solo importa cuánto se invierte, sino en qué, cómo y bajo qué condiciones.

El entorno actual no es precisamente el que favorece un ciclo expansivo de inversión.

El comparativo internacional lo exhibe. En América Latina, Brasil invierte alrededor del 18 por ciento de su PIB y Chile cerca del 23 o 24 por ciento. Con esos niveles, sus crecimientos promedio en los últimos nueve años han sido mediocres: 1.3 por ciento en Brasil, 1.9 en Chile y 1.2 en México. A ese ritmo, cualquier discurso de desarrollo queda en retórica.

El contraste es revelador cuando se mira en dirección a Asia. Corea del Sur opera desde hace décadas con tasas de inversión superiores al 30 por ciento del PIB. No es casualidad que crezca al doble de México. La conclusión es clara: 25 por ciento no es el techo, es apenas el punto de arranque.

Sin embargo, el mayor obstáculo no está en las cifras, sino en el ánimo empresarial.

El INEGI reportó que el Indicador de Confianza Empresarial se ubicó en 48 puntos en noviembre, el noveno mes consecutivo por debajo del umbral de 50 que separa el pesimismo del optimismo. En manufacturas, el indicador marca 48.4 puntos; en construcción, 46; en comercio, 47.6; en servicios privados, 49.1. Todo el tablero apunta a cautela.

Traducido: Slim pide acelerar… pero la mayor parte de las empresas ve semáforos en rojo.

Y no es gratuito. Los empresarios saben que cualquier inversión es un voto de confianza al futuro.

Pero cuando las reglas cambian a mitad del juego, cuando se cuestionan organismos autónomos, cuando las consultas populares se usan para frenar proyectos y cuando el árbitro judicial se percibe bajo presión política, el mensaje es inequívoco: “inviertan bajo su propio riesgo”.

Con ese ambiente, la aspiración de Slim enfrenta un muro de desconfianza.

Para que el 25 por ciento del PIB no se quede en un buen deseo, México requiere dos cambios estructurales de fondo, no discursos ni presentaciones de Power Point.

El primero es una reconstrucción seria de la confianza de la inversión privada. Y eso significa Estado de derecho, regulaciones estables, respeto a contratos, seguridad en carreteras y ciudades, y un Poder Judicial que no parezca rehén de la coyuntura. Nada paraliza más que la incertidumbre institucional.

El segundo es un giro en la política fiscal. Con un gasto devorado por pensiones, programas sociales y el servicio de la deuda, la inversión pública luce asfixiada.

A pesar de los megaproyectos emblemáticos, la inversión física total del gobierno ronda apenas 2 por ciento del PIB, lo que es insuficiente para detonar crecimiento.

Ante ello solo hay dos rutas reales: una reforma fiscal bien diseñada o una apertura auténtica —y no retórica— a asociaciones público-privadas con reglas claras y rendimientos realistas.

El país debe decidir si quiere atraer inversión o seguir ahuyentándola.

Slim ya fijó la vara. México no está en el subsuelo, pero tampoco en la pista de despegue. La responsabilidad de crear condiciones para que el sector privado arriesgue su capital recae, sobre todo, en el gobierno.

El empresariado puede —y quiere— invertir, pero no en un entorno donde la certidumbre es frágil y la política pública cambia al vaivén del humor político.

Y aquí va el cierre que incomoda.

Si no hay un golpe de timón en confianza y en política fiscal, el 25 por ciento será otro propósito patriótico sin consecuencias reales.

Pero si se actúa con seriedad, podría ser el inicio del salto que México lleva décadas posponiendo. La diferencia entre una y otra ruta no la marcará la estadística, sino la voluntad política. Y esa, hoy, sigue siendo la mayor incógnita.

COLUMNAS ANTERIORES

Pensiones: la factura que asfixia al presupuesto
Las luces y las sombras en las finanzas públicas

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.