El Banco de México no es infalible, pero sí es, quizá, la institución económica más seria y profesional del país.
Sus decisiones generan debate —como debe ocurrir en una economía abierta—, pero se toman con autonomía y con un rigor analítico que pocas dependencias pueden presumir.
Por eso importa lo que dijo en su más reciente Informe Trimestral. El banco anticipa un crecimiento de apenas 0.3 por ciento para este año y de 1.1 por ciento para 2026. No son números optimistas ni pretenden serlo.
Reflejan una economía que avanza con dificultad y cuya capacidad de aceleración es limitada. Estas previsiones coinciden, además, con el consenso recogido por la encuesta quincenal de Citi: 0.5 por ciento para 2025 y 1.3 por ciento para 2026.
En este espacio, el 24 de noviembre, advertimos que el crecimiento del próximo año podría ubicarse en un rango de 0.3 a 0.4 por ciento. Las señales estaban ahí. Lo relevante hoy es que las proyecciones de Banxico contrastan abiertamente con el optimismo que sostiene Hacienda.
La SHCP insiste en un crecimiento puntual de 1.0 por ciento en 2025 y de 2.3 por ciento en 2026. Esa brecha no es técnica ni anecdótica: revela una visión política que insiste en negar la magnitud del estancamiento.
Por primera vez, Banxico incorporó una estimación para 2027: 2.0 por ciento.
Si se cumplen sus cálculos, al término de los primeros tres años del actual sexenio, el crecimiento acumulado sería de 3.4 por ciento, equivalente a un promedio anual de 1.1 por ciento. No es un desastre, pero tampoco es un logro para presumir.
El contraste histórico ayuda a entenderlo.
— En la primera mitad del sexenio de López Obrador, el crecimiento promedio anual fue de -1.1 por ciento, marcado por la caída prepandemia y el desplome de 2020.
— Con Peña Nieto, ese promedio fue de 2.0 por ciento.
— Con Calderón, de -1.2 por ciento, golpeado por la crisis financiera global.
— Con Fox, de apenas 0.1 por ciento.
Si las proyecciones actuales se concretan, este sexenio tendría, sorprendentemente, la segunda mejor primera mitad del siglo… pero en un siglo de arranques mediocres.
Esa es la historia de fondo. México lleva más de dos décadas atrapado en un patrón de bajo crecimiento: un año que sorprende, seguido por dos que decepcionan; periodos de avance tenue interrumpidos por retrocesos abruptos; expectativas que terminan ajustándose a la baja una y otra vez.
No es cuestión de mala suerte. Es cuestión de inversión. Y, sobre todo, de falta de inversión pública.
Entre 2000 y 2025, la inversión fija bruta avanzó a un promedio anual de 1.7 por ciento.
La privada creció a 2.0 por ciento. La pública retrocedió a -0.2 por ciento anual. El Estado ha dejado de invertir en infraestructura básica por un cuarto de siglo, y el capital privado, condicionado por la incertidumbre regulatoria y jurídica, no logra compensar esa ausencia.
El resultado es evidente: una economía que funciona, pero no despega; que evita crisis profundas, pero también renuncia a crecer con vigor. No hay milagros cuando uno de los motores esenciales de la economía —la inversión— lleva años operando a medias.
Y aquí entramos al terreno político. Porque el crecimiento no se estanca solo: se estanca cuando las señales que envía el poder generan desconfianza.
Cuando se amenaza con modificar la Constitución al gusto del Ejecutivo; cuando se disuelven los órganos autónomos; cuando se eliminan contrapesos; cuando las reglas del juego pueden cambiar en cualquier momento y por razones ajenas a la economía.
Mientras el país no asuma que el crecimiento requiere algo más que declaraciones triunfalistas —requiere inversión pública sostenida, certidumbre jurídica real y un entorno regulatorio que deje de espantar capital—, seguiremos atrapados en esta inercia de bajo vuelo.
Porque el punto que nadie en el gobierno quiere admitir es simple: México no crece porque no se ha creado un ambiente propicio para invertir. Punto.
Sin inversión no hay expansión económica. Y sin instituciones fuertes, independientes y respetadas, no hay inversión.
Las previsiones del Banxico no son pesimistas: son un baño de realidad. Y quizá hasta indulgentes.
El desafío político del sexenio está ahí, claro y urgente. Recuperar la confianza. Recuperar la inversión. Y recuperar el crecimiento.
El tiempo para hacerlo se agota.
