El INEGI volvió a poner cifras donde más duele.
En el tercer trimestre de este año, 55.4 por ciento de la población ocupada se ubicó en la informalidad laboral. Esto significa que 33 millones de mexicanos trabajan sin seguridad social, sin protección y casi siempre sin estabilidad.
Y eso ocurre en un país donde la desocupación es mínima. No es falta de empleo. Es, como tantas veces, falta de empleo digno.
La informalidad no es la postal simplificada del ambulante esquivando inspectores. Es mucho más amplia y más compleja.
Es el micronegocio que no puede con la carga regulatoria. Es la trabajadora del hogar sin derechos. Es el jornalero que produce apenas para subsistir. Y sí: también es el empleado que trabaja dentro de una empresa formal, pero sin contrato, sin prestaciones y sin futuro. Un mosaico diverso, pero unido por una misma fragilidad.
Los datos de los últimos meses confirman que este fenómeno no es ni marginal ni pasajero. La informalidad se ha mantenido terca entre 32.5 y 33.1 millones de personas. La mitad del país trabaja ahí. Ese es el verdadero centro del mercado laboral mexicano. El centro, no la periferia.
¿Por qué seguimos atrapados? Porque la informalidad es, en buena medida, una respuesta racional a un entorno adverso.
Para quien tiene bajos ingresos y baja escolaridad, cualquier ocupación es mejor que no tener ninguna. Y para quien emprende, la formalidad suele ser sinónimo de trámites, cuotas, permisos y costos que parecen diseñados para que el negocio nunca arranque.
A eso se suma la laxitud del Estado y una tolerancia social que ve la informalidad como una salida legítima frente a la falta de oportunidades.
El costo social es alto. Millones de personas quedan condenadas a una vida laboral sin ahorro, sin seguridad social y sin posibilidad de construir un patrimonio.
Pero el costo económico es igual de profundo, aunque menos visible en el debate público. La informalidad distorsiona la economía: permite que sobrevivan negocios de bajísima productividad que compiten sin pagar impuestos ni cuotas.
Y cuando la mitad de la fuerza laboral opera así, la productividad agregada se desploma. México produce menos de lo que podría, no por falta de talento, sino porque lo utiliza en actividades de muy bajo rendimiento.
El impacto fiscal completa el cuadro. Con tan pocos contribuyentes efectivos, México recauda apenas 17.7 por ciento del PIB, la cifra más baja de toda la OCDE. Con una base así, cualquier intento serio de ampliar el gasto público —en salud, educación o infraestructura— topa, inevitablemente, con la pared.
En el contexto internacional, México no es una excepción, pero sí un rezagado crónico. América Latina promedia informalidades cercanas a 50 por ciento; las economías avanzadas, menos de 20. Nosotros seguimos estacionados en el 55 por ciento, pese a diversos programas de incorporación fiscal y al aumento de apoyos sociales. Nada, hasta ahora, ha movido la aguja de manera relevante.
¿Qué tendría que ocurrir? Primero, simplificar y abaratar la formalidad. Menos trámites, menos costos fijos, menos laberintos regulatorios para quien quiere hacer las cosas bien.
Segundo, avanzar hacia una protección social más universal, que no condene a la informalidad a quienes no pueden cargar con cuotas imposibles.
Y tercero, una apuesta decidida por la productividad, entendida como educación, capacitación y financiamiento accesible. Solo así una empresa pequeña puede aspirar a crecer… y querer formalizarse.
Mientras la informalidad siga siendo el refugio mayoritario, México continuará avanzando con el freno puesto.
La informalidad es, hoy, uno de los grandes lastres de nuestra economía: limita el crecimiento, presiona las finanzas públicas y rompe las redes de protección social.
El reto no es bajar unas décimas en la encuesta del INEGI. El reto es transformar un mercado laboral que, en pleno 2025, sigue trabajando más en la penumbra que a plena luz. Y mientras eso no cambie, seguiremos condenando a millones a vivir —y producir— en las sombras.
