Coordenadas

¿Cómo podemos aprovechar el titubeo de Trump?

El estadounidense promedio compra su súper con un aumento acumulado del orden de varias decenas porcentuales respecto a 2019.

El descontento con los gobiernos pasa por el estómago.

El encarecimiento de los precios de los alimentos es algo que ha generado enojo en las poblaciones desde hace siglos… y lo sigue haciendo hoy día.

A propósito de ello, permítame referirle lo que está ocurriendo en Estados Unidos.


En la mayor economía del mundo, los alimentos suben hoy más rápido que la inflación general.

Al mes de septiembre, el índice de precios al consumidor creció 3.0 por ciento, mientras el índice de consumo de alimentos fuera de casa creció en 3.7 por ciento.

Pero además, algunos rubros en particular han subido mucho más. Las carnes, aves, pescado y huevo subieron 5.2% anual; bebidas no alcohólicas, 5.3%; y, azúcares y dulces, 5.3%.

No es que todos los alimentos suban hoy a doble dígito, las cifras no lo dicen. Pero el estadounidense promedio compra su súper con un aumento acumulado del orden de varias decenas porcentuales respecto a 2019.

Esa sensación de “todo está carísimo” es políticamente devastadora.

Esta circunstancia fue uno de los factores que dio la puntilla a Biden en la elección del año pasado en la que compitió con Trump.

En ese contexto se entiende el giro del actual gobierno de Estados Unidos.

Después de haber impuesto un arancel base de 10% a casi todas las importaciones, la Casa Blanca anunció hace unos días la eliminación de aranceles a una canasta de bienes básicos: carne de res, café, frutas tropicales, té, cacao, especias e incluso algunos fertilizantes.

Al mismo tiempo, el gobierno cuadruplicó el cupo de importación de carne de Argentina sujeto a arancel preferencial.

Para Trump es una rectificación incómoda. Durante años presentó los aranceles como el emblema de su política económica y como un instrumento para “traer de regreso” la producción a Estados Unidos.

Ahora, presionado por encuestas que señalan a la inflación de alimentos como una de las principales preocupaciones de los votantes de menores ingresos, su gobierno se ve obligado a desandar parte del camino y a abrir la puerta a importaciones más baratas.

Es, de facto, un reconocimiento de que los aranceles también son impuestos inflacionarios.

El cálculo es abiertamente político. La elección presidencial ya quedó atrás, pero en noviembre de 2026 habrá comicios intermedios que renovarán la Cámara de Representantes y un tercio del Senado.

Si los aumentos en los precios de la comida persisten —aunque los índices globales no suban tanto—, el costo político puede ser alto para el partido en el poder, como lo han mostrado elecciones estatales recientes con avances demócratas en estados clave.

La lección es clara: la inflación de alimentos mata popularidad. De acuerdo con el promedio de RealClearPolitics, la desaprobación a Trump, que rebasa el 54 por ciento, está en el nivel más alto desde el comienzo de su gestión.

Los gobiernos, en general, tienden a hacer casi cualquier cosa para evitar que el malestar de la caja registradora se traduzca en castigo en las urnas: desde subsidiar, hasta liberar reservas estratégicas o, como en este caso, desmontar aranceles que eran el corazón de una narrativa nacionalista.

¿Qué tiene que ver todo esto con México y con la renegociación del T-MEC que se avecina? Mucho.

Primero, porque el episodio confirma que la política comercial de Estados Unidos está cada vez más subordinada a la política interna. Cualquier rediseño del T-MEC ocurrirá en un contexto en el que el precio de la carne, de los huevos o del café pesa más que los argumentos doctrinarios a favor o en contra del libre comercio.

Segundo, porque México es un proveedor clave de alimentos procesados, frutas, hortalizas y carne para el mercado estadounidense. Cerrar o encarecer esas válvulas de abasto implica, para Washington, aceptar una presión adicional sobre la inflación de alimentos.

México debería aprovechar en su estrategia de negociación este punto: no sólo es socio manufacturero, sino “ancla antiinflacionaria” para la mesa estadounidense.

Eso significa subrayar con datos el papel que tienen las exportaciones agroalimentarias mexicanas en moderar los precios al consumidor en Estados Unidos, y advertir que cualquier intento de usar aranceles o medidas sanitarias discrecionales contra esos productos se traducirá en precios más altos en el supermercado norteamericano.

Al mismo tiempo, la región debería blindar, dentro del nuevo T-MEC, capítulos que limiten el uso de aranceles por “seguridad nacional” en alimentos, y que aceleren la resolución de controversias sanitarias y fitosanitarias que hoy se prestan a cierres de facto.

Trump ya aprendió, a la mala, que la retórica proteccionista se estrella contra la realidad del ticket del súper. México haría bien en llegar a la mesa del T-MEC con esa misma lección muy presente.

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