Todos los indicios señalan que la reunión de APEC que tendrá lugar en Gyeongju, Corea del Sur, el viernes 31 de octubre y el sábado 1 de noviembre, será mucho más que un encuentro protocolario.
El ‘plato fuerte’, sin embargo, se servirá antes: el jueves 30 por la mañana —la noche del miércoles, tiempo de México— está previsto el esperado encuentro bilateral entre el presidente Donald Trump y el líder chino Xi Jinping. De lo que ahí se acuerde dependerá, en buena medida, el tono de lo que ocurra después.
En el marco de APEC podría anunciarse, además, algún entendimiento arancelario con México y Canadá, al menos de manera parcial. No hay nada seguro, pero el mercado lo descuenta.
Muy pocos creen que Estados Unidos y China salgan sin algún tipo de acuerdo que evite, por ahora, la aplicación del arancel adicional de 100 por ciento que ha amenazado Trump. Al mismo tiempo, parece poco probable un entendimiento que elimine el arancel de 35 por ciento que ya se aplica. La lógica apunta a un acomodo transitorio: un respiro táctico, no un cambio de rumbo.
Porque, conviene decirlo, no parece haber vuelta atrás en el proceso de desacoplamiento comercial entre Estados Unidos y China.
En ese contexto resulta oportuno el ensayo “Una gran estrategia de reciprocidad”, de Oren Cass, fundador y economista en jefe del think tank conservador American Compass, publicado en el número de noviembre/diciembre de Foreign Affairs.
Cass plantea una tesis incómoda para los defensores del libre comercio irrestricto: el acceso al mercado estadounidense debería condicionarse a que los socios excluyan a China de sus cadenas críticas y mantengan un comercio equilibrado.
Cito dos pasajes que ilustran la lógica:
“Los productores estadounidenses no podrán disfrutar de los beneficios del libre comercio si se les obliga a competir contra rivales chinos subvencionados por el Estado en el mercado japonés, o si enfrentan importaciones a Estados Unidos procedentes de Malasia que utilizan materiales y componentes chinos vendidos por debajo de costo. Por lo tanto, el acceso de otros países al mercado estadounidense debe condicionarse a su disposición a excluir a China”.
Y agrega, con mención directa a México: “Con el mercado estadounidense incondicionalmente abierto, México podría querer acoger enormes inversiones de BYD [...] en fábricas que luego exportarían autos a Estados Unidos. Pero si México no puede mantener un enorme superávit comercial con Estados Unidos, la propuesta pierde atractivo”.
El mismo Cass empuja la idea de un “desacoplamiento consciente” también para los flujos de capital.
La frase es clara: “Se puede hacer negocios en la esfera china o en la estadounidense, pero no en ambas”. Puede sonar maximalista; sin embargo, captura el espíritu de época en Washington y ayuda a entender por qué, aun con foto y apretón de manos, nadie debería esperar una “normalización” con Beijing. Lo que se negociará, en el mejor de los casos, es el tempo del desacoplamiento.
Para México, el desafío es doble.
Primero, resguardar las ventajas arancelarias, comerciales y regulatorias ancladas en la relación con Estados Unidos, hoy la principal fuente de crecimiento e inversión.
Segundo, minimizar el costo de un desacoplamiento gradual de China que ya está alterando cadenas de suministro en autos, electrónicos, equipo médico, textil y química.
La ventana se abre para profundizar el nearshoring, pero exige decisiones finas: reglas de origen creíbles, trazabilidad estricta para evitar “transbordos” asiáticos, e incentivos focalizados para relocalizar eslabones críticos —baterías, semiconductores de potencia, componentes de motores eléctricos, insumos químicos— en territorio nacional o norteamericano.
Nada de esto será automático. México necesita una estrategia quirúrgica y coordinada y, muy en particular, definir una política industrial moderna que alinee energía competitiva, talento técnico y financiamiento de largo plazo.
El calendario ayuda y presiona. Ayuda porque los anuncios de APEC pueden ordenar expectativas y abrir un compás para acomodar cadenas. Presiona porque, si la línea dura en Washington se consolida, los márgenes para ambigüedades se reducirán. Por eso, más que apostar a excepciones, conviene construir institucionalidad.
En suma, la coyuntura ofrece una oportunidad excepcional para México, pero sólo si se actúa con precisión, astucia y un clarísimo sentido del timing.
La negociación de alto nivel pondrá titulares; el resultado para nuestro país se decidirá en lo micro: en permisos que sí salen, parques que sí tienen agua y electricidad, y cadenas que sí cumplen reglas.
Ese es el terreno donde se gana —o se diluye— la ventaja.
