Como si se tratara de dos idiomas distintos, así son los mensajes —en dichos y hechos— del gobierno mexicano. Uno invita a la inversión y enumera las oportunidades y estímulos. El otro la ahuyenta y genera incertidumbre, justamente lo que inhibe el capital.
En las reuniones con empresarios resuena un mensaje invitador: México busca capital, certeza y relocalización. Lo han repetido Marcelo Ebrard desde Economía; Altagracia Gómez, al frente del Consejo Asesor de Desarrollo Económico Regional y Relocalización (CADERR); y Edgar Amador en Hacienda, entre otros funcionarios clave.
El primero subraya que el T-MEC “va a sobrevivir” como acuerdo trilateral y que la inversión extranjera no se ha frenado, los flujos de capital, asegura, así lo demuestran.
La segunda coordina un Consejo (CADERR) diseñado para “aterrizar” proyectos y acompañar a inversionistas en territorio, con ventanillas únicas y seguimiento operativo. Su labor es incansable: foro tras foro, promueve la inversión en el país.
El tercero asumió Hacienda en marzo con el encargo explícito de apuntalar la estabilidad macroeconómica y, por extensión, la confianza. Explica, ante quien lo requiere, el horizonte de certidumbre que puede trazarse para México.
Pero la otra voz —en buena medida, la de los hechos— camina en dirección contraria.
La agenda del llamado Plan C, con una reforma judicial ya operando y ajustes al amparo aprobados la semana pasada, sembró dudas sobre la previsibilidad de las reglas del juego.
La reforma al Poder Judicial reconfiguró órganos, procesos de selección y mecanismos disciplinarios, encendiendo alertas en la academia y organismos internacionales por sus efectos sobre la independencia judicial y los incentivos internos del sistema.
Y la nueva Ley de Amparo, avalada por el Congreso el 16 de octubre, endurece el acceso al recurso y modifica las suspensiones; aunque incorpora modernización procesal, los críticos temen un retroceso en la protección de derechos.
La presidenta sostiene que quienes critican esta reforma no la conocen o actúan por consigna. Conviene recordar que en política, percepción es realidad. Incluso por encima de los hechos.
El resultado es una disonancia cognitiva para los inversionistas: un Estado que, con una mano, ofrece acompañamiento y, con la otra, impulsa cambios que pueden erosionar las certezas judiciales y, por tanto, el cálculo de riesgos.
La retórica de “vengan a México, aquí hay certidumbre” coexiste con señales que encarecen el costo de capital por riesgo regulatorio y jurídico. No es cuestión ideológica; es mecánica financiera: cuando crece la expectativa de desprotección frente a actos de autoridad, suben las primas de riesgo y se acortan los horizontes de inversión.
¿Qué se requiere para disolver la incertidumbre?
Primero: garantizar la autonomía y capacidad profesional del ecosistema judicial. Ello exige reglas de transición claras, calendarios creíbles y criterios técnicos en nombramientos y evaluaciones.
Mientras no existan garantías operativas —tiempos, perfiles, procesos disciplinarios—, el mensaje económico seguirá filtrado por la incertidumbre jurídica.
Segundo: un “protocolo de inversión” con rango de decreto que obligue a las dependencias económicas a coordinarse con las áreas jurídicas cuando una iniciativa legal pueda alterar contratos vigentes y de esa manera dar garantías a la inversión.
Si Economía y Hacienda ofrecen ventanilla única para la relocalización, también deben ofrecerla para el amparo de expectativas legítimas. El CADERR puede fungir como tablero de control: diagnóstico por proyecto, gestoría intergubernamental y reportes trimestrales públicos de cuellos de botella.
Para evitar prejuicios, deben documentarse resoluciones judiciales que evidencien ante inversionistas escépticos que los criterios jurídicos son imparciales. En otras palabras: que la reforma judicial no cargó los dados.
Tercero: transparencia radical en datos. Como ya hemos planteado, se requiere un panel público que cruce anuncios de inversión, avances físicos y financieros, y estatus de litigios asociados.
El gobierno tiene, además, una oportunidad política. El secretario Ebrard ha defendido la continuidad del T-MEC y su carácter trilateral; ese compromiso puede traducirse en un ancla regulatoria doméstica: respetar los capítulos de inversión, solución de controversias y compras públicas como estándares internos, no solo como compromisos internacionales.
En la antesala de la revisión de 2026, México necesita enviar señales inequívocas de que su marco judicial no será un factor de fricción adicional.
Si no lo hacemos, los dos lenguajes que escuchan los inversionistas, van a conducir a que las dudas persistan y la inversión se quede varada.