Coordenadas

Promesas y riesgos en las finanzas del gobierno

La consolidación anunciada con fuerza al inicio del sexenio no es solo un tecnicismo contable: es la piedra de toque que definirá si el país preserva su estabilidad o si se expone a un deterioro en la confianza de inversionistas y mercados.

“Ten cuidado con lo que prometes, puede que tengas que cumplirlo”. El adagio, que se remonta al Eclesiastés, advierte: “Mejor es que no prometas, y no que prometas y no cumplas”.

Pocas frases describen mejor el dilema fiscal que enfrenta hoy México. La consolidación anunciada con fuerza al inicio del sexenio no es solo un tecnicismo contable: es la piedra de toque que definirá si el país preserva su estabilidad o si se expone a un deterioro en la confianza de inversionistas y mercados.

La historia reciente ilustra el problema. En 2024, el último año del gobierno de López Obrador, el déficit en sentido amplio —los Requerimientos Financieros del Sector Público— se disparó a 5.7% del PIB, el mayor del siglo.


El motor de ese salto fue un gasto programable que se expandió 9% real, mientras los ingresos apenas crecieron 1.6%. Con semejante brecha, cualquier administración responsable debía prometer corrección.

Esa fue la apuesta del nuevo gobierno. En septiembre pasado, al presentar el Paquete Económico 2025, se anunció una ruta de consolidación: el déficit bajaría a 3.9% en 2025, a 3.2% en 2026 y se estabilizaría en torno a 2.9% a partir de 2027. La narrativa sonaba convincente: se trataba de un compromiso de disciplina para garantizar que la deuda no comprometiera el grado de inversión de México.

Sin embargo, la realidad ya se apartó de la promesa. El déficit de 2025 no será de 3.9% del PIB, sino de 4.3%. Y para 2026 no se ubicará en 3.2%, sino en 4.1%.

El gobierno insiste en que la trayectoria es descendente y que a partir de 2027 se corregirá hasta 3.5%, para luego llegar a 3% en adelante.

Las agencias calificadoras, por ahora, han concedido un voto de confianza.

Más allá del incumplimiento puntual, les importa que exista una ruta hacia abajo y que el contexto global —incluidas las políticas arancelarias de Trump— explique al menos parte de las desviaciones.

Pero ese margen no es ilimitado: la paciencia de los mercados puede agotarse rápido.

El nudo central está en la rigidez del gasto. Los programas sociales, que son la base de legitimidad política, se han vuelto la camisa de fuerza de las finanzas públicas.

El caso más emblemático es el Programa para Adultos Mayores. En 2019 recibía 100 mil millones de pesos; para 2025 se le asignaron 483 mil millones, y en 2026 llegará a 526 mil millones.

En términos reales, en siete años habrá crecido 283%, con una tasa promedio cercana a 20% anual. Si de 2026 a 2030 creciera 6% real por año, al final del sexenio costaría unos 670 mil millones de pesos (precios de 2026).

Ese no es el único rubro. Las pensiones contributivas —que no pueden reducirse ni frenarse— representarán en 2026 un gasto de 1.7 billones de pesos. Con estos compromisos, el margen para la inversión pública o el gasto discrecional es cada vez menor.

No es creíble que, bajo este escenario, el déficit pueda reducirse sin cambios de fondo en la estructura tributaria.

De ahí que muchos analistas consideren inevitable una reforma fiscal.

No se trata de recaudar por recaudar, sino de ampliar la base tributaria, cerrar huecos de exenciones, fortalecer la administración fiscal y dar sustentabilidad a programas sociales que son políticamente intocables.

El problema es el calendario político. Una reforma fiscal es impopular y costosa en términos electorales. En 2027 habrá elecciones federales intermedias y estatales clave. Difícilmente el gobierno arriesgará capital político en ese momento. El horizonte más realista es discutirla después de los comicios y aplicarla a partir de 2028.

El panorama externo añade riesgos. Estados Unidos, con aranceles y reglas de origen más estrictas, introduce volatilidad en las exportaciones mexicanas y, por lo tanto, en la recaudación asociada a la actividad. Si además se acumulan choques internos —como la incertidumbre regulatoria o judicial que frena la inversión—, la base fiscal se resiente aún más. Una consolidación con vientos en contra necesita más anclas, no menos.

El dilema es claro: o el gobierno transforma su promesa en instrumentos creíbles o esa promesa se convertirá en un riesgo latente para la calificación soberana.

Prometer disciplina fiscal es sencillo; cumplirla requiere unir técnica y política.

Si se dejan de cumplir las promesas, la credibilidad se va a esfumar y con ella la estabilidad de las finanzas públicas.

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