El gobierno mexicano ha dado un giro estratégico en materia comercial con una audaz decisión que impactará sobre todo a China y Corea del Sur.
La determinación de imponer aranceles de entre 10 y 50 por ciento a más de mil 400 fracciones arancelarias de productos provenientes de países asiáticos con los que México no tiene tratados de libre comercio, marca un cambio importante en la política de apertura seguida durante las últimas décadas.
El programa anunciado por la Secretaría de Economía busca proteger a 19 sectores industriales estratégicos, que representan alrededor del 8.6% de las importaciones totales del país, con un valor cercano a 52 mil millones de dólares.
El objetivo declarado es sustituir parte de esas importaciones por producción nacional, blindar empleos ya existentes —se calcula que unos 320 mil puestos están involucrados— y, al mismo tiempo, aunque no se haya dicho de forma abierta, enviar un mensaje claro a Estados Unidos: México no será la puerta trasera por la que ingresen productos chinos al mercado norteamericano.
En sus declaraciones, el secretario Marcelo Ebrard fue enfático: los aranceles no se aplican de manera indiscriminada, sino en sectores donde hay evidencia de importaciones a precios “por debajo de inventario”, lo que en términos de comercio internacional equivale a dumping.
Sectores como automóviles ligeros, autopartes, siderurgia, textiles, calzado, plásticos, electrónicos y muebles se encuentran en el corazón de la medida.
La industria automotriz es particularmente sensible: representa casi una cuarta parte de la manufactura nacional y constituye el principal rubro exportador hacia Estados Unidos.
La lógica económica de la estrategia es clara. Si México quiere preservar su base industrial en un contexto de nearshoring y, al mismo tiempo, evitar acusaciones de fungir como trampolín para productos chinos hacia el mercado estadounidense, necesita mostrar que ejerce control sobre lo que ingresa a su territorio.
Washington ha insistido en señalar la amenaza de triangulación de mercancías y, en la antesala de la revisión del T-MEC en 2026, esta jugada se convierte en una carta de negociación clave.
No obstante, la medida no está exenta de costos.
Aunque el gobierno asegura que buscó no generar presiones inflacionarias, es inevitable que parte del incremento en los costos se traslade al consumidor final.
Bienes como ropa, calzado, juguetes y electrodomésticos forman parte de la canasta de consumo de millones de hogares. Los precios más altos que probablemente resulten afectarán primero el bolsillo de los consumidores, pero también los costos de empresas que utilizan insumos provenientes, sobre todo de China, para sostener su competitividad.
La medida, si bien se aplicó respetando los límites arancelarios permitidos por la OMC, no descarta que los países afectados reaccionen con medidas espejo o inicien disputas en el marco multilateral.
Claro está que con ellos México mantiene una balanza deficitaria, lo que implicaría que el costo de eventuales represalias sería mucho menor para el país.
La viabilidad del esquema dependerá de una ejecución cuidadosa. Se requiere una aduana modernizada, capaz de vigilar precios de referencia, evitar triangulaciones y frenar prácticas de subvaluación.
La reforma aduanera anunciada, con más digitalización y controles inteligentes, es el complemento indispensable para que la estrategia no se quede solo en el papel.
En términos políticos, el gobierno de Claudia Sheinbaum ha apostado a que este sea un acuerdo con respaldo legislativo, no un decreto presidencial. Ebrard lo subrayó: se busca que el Congreso delibere y construya un consenso amplio.
La historia muestra que los aranceles, aunque hoy se satanicen, pueden ser instrumentos de política industrial, pero también corren el riesgo de degenerar en barreras que perpetúan la ineficiencia.
El reto será emplearlos como un instrumento temporal y estratégico, no como una muralla permanente.
La jugada protege empleos, cuida la relación con Estados Unidos y manda un mensaje de firmeza.
Pero será necesario administrar sus efectos colaterales: precios más altos, eventuales fricciones diplomáticas y el riesgo de que los incentivos a invertir disminuyan si la protección se prolonga indefinidamente.
En última instancia, el éxito de la medida dependerá de que México logre transformar esta política arancelaria en una verdadera carta de negociación con Washington, sin que los consumidores paguen un precio demasiado alto.
El equilibrio es delicado, y el margen de error, mínimo.