El gobierno mexicano tendrá que caminar en 2026 sobre una delgada línea.
La necesidad de reducir el déficit público para dar confianza a los mercados y a las agencias calificadoras convive con la exigencia de mantener un nivel de gasto que permita sostener la actividad económica, preservar los programas sociales y dar continuidad a la inversión en infraestructura.
La estrategia plasmada en los Criterios Generales de Política Económica 2026 reconoce esta tensión y busca equilibrar ambos objetivos.
La Secretaría de Hacienda proyecta para 2026 un déficit presupuestario de 3.6% del PIB y unos Requerimientos Financieros del Sector Público (RFSP) de 4.1%.
Se trata de una reducción respecto a los niveles de 2024 y 2025, pero más moderada de lo inicialmente previsto.
Ese ajuste, pese a ser gradual, es lo que explica que las agencias como S&P hayan ratificado la calificación soberana: se percibe disciplina y, sobre todo, una ruta descendente en el endeudamiento, aunque no un recorte abrupto que ponga en riesgo el financiamiento del aparato estatal.
Sin embargo, la viabilidad de este esquema depende de una ejecución precisa.
La meta de ingresos se sostiene en un aumento significativo de la recaudación, especialmente vía ingresos tributarios.
Hacienda prevé ingresos totales por 8.7 billones de pesos, lo que representa un crecimiento real de 6.3%. Este cálculo descansa en la expectativa de que la reforma aduanera y la fiscalización digital, además de diversos ajustes fiscales, permitan ampliar la base gravable y contener la evasión.
Asimismo, se han incorporado medidas con fines extrafiscales, como el incremento de cuotas de IEPS a tabacos, bebidas azucaradas y apuestas en línea, además de un nuevo gravamen a videojuegos violentos.
El éxito de esta estrategia recaudatoria no está asegurado: requiere un aparato administrativo fuerte, transparente y con capacidad tecnológica para aplicar las reglas sin generar cuellos de botella ni incentivos a la informalidad.
En el gasto, el gobierno plantea una expansión de 5.9% real, con un presupuesto neto de más de 10 billones de pesos.
El gasto programable asciende a 7 billones y refleja el compromiso de sostener los programas sociales prioritarios —como la pensión de adultos mayores y las becas educativas—, además de un impulso notable a la inversión pública, que se eleva a 1.25 billones de pesos.
Destacan las asignaciones a Pemex y CFE, así como a proyectos ferroviarios y carreteros.
Esta apuesta busca dinamizar la economía y aprovechar la coyuntura del nearshoring.
No obstante, la presión sobre las finanzas es evidente: con un margen tan limitado, cualquier desviación en ingresos o en el costo financiero de la deuda puede comprometer la capacidad de ejecución.
Otro condicionante crucial es el comportamiento de la economía. Hacienda estima un crecimiento de entre 1.8 y 2.8%, con una inflación de 3.0% y un tipo de cambio de 18.90 pesos por dólar al cierre de 2026.
Se trata de un escenario optimista frente a la incertidumbre global y a la revisión del T-MEC en 2026.
Si el crecimiento resulta más bajo, la recaudación también lo será, poniendo en riesgo la reducción del déficit.
Del mismo modo, un aumento inesperado en las tasas internacionales o en los precios de energéticos podría presionar las cuentas externas y el costo de la deuda. Estos cambios no son imposibles en un mundo tan incierto como en el que vivimos.
El programa es viable en su diseño. La senda fiscal descendente, la apuesta por la inversión pública y la protección de programas sociales conforman una narrativa consistente.
Pero la clave no está en el papel, sino en la ejecución en el día a día.
Para cumplir las metas, será indispensable que el aparato aduanal logre los ingresos previstos sin frenar el comercio; que la fiscalización digital funcione con eficiencia; que Pemex y CFE utilicen los recursos asignados sin ampliar sus pasivos; y que los proyectos de infraestructura no se encarezcan por sobrecostos o retrasos.
El margen de maniobra es estrecho y el camino, sinuoso.
La fortaleza del esquema radica en su equilibrio: ajuste sin asfixia, inversión sin desborde y deuda estable sin sacrificar crecimiento.
Pero los condicionantes son reales: el entorno global incierto, la dependencia en el desempeño de los ingresos tributarios, la presión del gasto social y el riesgo de volatilidad financiera.
La gran prueba de 2026 será si el gobierno logra pasar de la planeación a la implementación con la misma precisión que exige un equilibrista al caminar sobre el alambre.