Cuando se quiere encontrar al villano de la película, siempre está el recurso de voltear hacia los banqueros.
En el Paquete Económico que hoy presentará la Secretaría de Hacienda se ha puesto sobre la mesa una propuesta que, de entrada, parece técnica y hasta gris: eliminar la deducibilidad fiscal de las cuotas que los bancos pagan al Instituto para la Protección al Ahorro Bancario (IPAB).
Sin embargo, detrás de esta aparente maniobra contable late el debate político y económico que toca fibras sensibles: el eterno cuestionamiento de si la banca en México paga lo justo.
La medida no es menor en términos simbólicos. Los banqueros representan un gremio al que se le señala por su rentabilidad, que suele ser vista como un manjar demasiado abundante en una mesa donde muchos apenas comen.
En 2024, de acuerdo con datos de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores, las utilidades netas del sistema ascendieron a 288 mil millones de pesos, un crecimiento de más de 4% respecto al año anterior.
Claro que se pierde de vista que el credito otorgado creció en 8.8 por ciento en términos reales, lo que explica en buena medida el crecimiento de las utilidades.
Pero no sorprende que cualquier iniciativa para hacerles “aportar más” sea recibida en el espacio público con aprobación casi automática.
Hacienda estima que, al impedir la deducibilidad de esas cuotas, el fisco obtendría alrededor de 10 mil millones de pesos adicionales al año.
En apariencia, es un ajuste técnico para evitar que los bancos descuenten de su base gravable un pago que, a ojos de la autoridad, no debe ser tomada como un costo, lo que es debatible.
Pero el monto, al compararse con la magnitud de las finanzas públicas, luce casi anecdótico: representa apenas el 0.2% de la recaudación tributaria total. Si se pretende mejorar las finanzas públicas con la medida sería como querer llenar una presa con un balde de agua.
El riesgo, sin embargo, es que esa cubeta se vacíe en otro sitio.
Los bancos, cuya lógica empresarial se mueve entre márgenes estrechos y la búsqueda constante de rentabilidad, podrían decidir repercutir el mayor costo en sus clientes. Al final, la banca tiene una facilidad envidiable para trasladar cargas, como quien cambia de hombro un costal demasiado pesado.
Si se piensa en términos prácticos, los 10 mil millones que se dejarían de deducir equivalen a poco más del 3% de las utilidades anuales de la banca. Es una cifra digerible para el sistema en su conjunto, pero no necesariamente neutra para cada institución.
Los bancos más pequeños o de nicho, cuyo retorno sobre capital es más reducido, sentirán más la presión que los gigantes del mercado. En ese terreno desigual, la medida puede incluso consolidar aún más a los grandes jugadores, lo que en nada ayuda a la competencia.
Además, conviene recordar de qué estamos hablando. Las cuotas al IPAB financian el seguro de depósitos que protege a los ahorradores hasta por 400 mil UDIS, unos 3.4 millones de pesos actuales, por persona y por banco. No se trata de un impuesto disfrazado ni de una contribución arbitraria, sino de la prima que sostiene un paraguas colectivo frente a una eventual tormenta bancaria. Si la banca termina pasándole esa prima incrementada a los clientes, el seguro que debía dar tranquilidad se convertirá en un motivo de irritación.
La intención de Hacienda parece doble. Por un lado, mostrar un gesto de disciplina fiscal sin tener que aumentar tasas generales o crear impuestos nuevos. Por otro, mandar un mensaje político: que el sector bancario debe contribuir más, en un país donde el recuerdo del Fobaproa aún despierta heridas y suspicacias.
La pregunta de fondo es si esta iniciativa cumple con su propósito sin consecuencias indeseadas. Hacienda puede ganar una modesta suma y un aplauso fácil; la banca puede absorber el golpe en sus balances; pero el usuario final podría enfrentar tasas de interés más altas.
Por eso, el debate debería ir más allá de la tentación de golpear al banquero, siempre un blanco cómodo.
Habría que discutir cómo se garantiza que los costos regulatorios no se traduzcan en mayores barreras para el acceso al crédito, en un país donde apenas el 63% de los adultos tiene una cuenta formal y donde la penetración del crédito bancario vigente de la banca comercial al sector privado equivale apenas al 20% del PIB.
La intención de que la banca pague más podría terminar, paradójicamente, en una factura para los usuarios del crédito. Y, como suele suceder en la intermediación financiera, cuando el banquero estornuda, el cliente acaba pagando la medicina.