Coordenadas

Empresarios extranjeros y mexicanos: el contraste permanente

El país requiere inversionistas locales capaces de pensar con un horizonte más amplio, de comparar sus oportunidades con las que existen en otros países y de tomar decisiones menos condicionadas por la incertidumbre política o por la carga emocional.

Uno de los fenómenos más reveladores de la economía mexicana en los últimos años es la divergencia entre las tedencias de la inversión nacional y la extranjera.

Mientras la inversión total apenas creció a una tasa media anual de 0.9 por ciento entre en el fin de 2018 y la mitad de 2025, la inversión extranjera directa (IED) lo hizo a un ritmo de 10 por ciento al año. De hecho, la del primer semestre de este año más que duplicó la del mismo periodo del 2018.

Esta aparente contradicción refleja no solo realidades económicas distintas, sino también percepciones, expectativas y horizontes de planeación diferentes entre quienes apuestan desde dentro y quienes llegan desde fuera.


Es un tema que hemos abordado en varias ocasiones en este espacio. En esta coyuntura es conveniente hacerlo de nuevo.

Para entender la diferencia hay que comenzar con la perspectiva temporal. El inversionista extranjero generalmente actúa con un horizonte de largo plazo. Antes de decidir instalar una planta, abrir un centro de distribución o construir una terminal logística, realiza estudios comparativos entre varios países y calibra riesgos con horizontes de cinco, diez o incluso veinte años.

En esa lógica, los altibajos coyunturales de la economía mexicana —inflación transitoria, ciclos políticos, episodios de volatilidad— no son factores determinantes. Lo que pesa más es la posibilidad de integrarse a cadenas globales de valor, aprovechar acuerdos comerciales como el T-MEC y garantizar retornos en un lapso prolongado.

El empresario mexicano en su mayoría (no todos), suele actuar con un horizonte más corto. La incertidumbre política, la inseguridad, los problemas regulatorios o la falta de financiamiento se convierten en obstáculos que inhiben la toma de riesgos.

Si bien son preocupaciones legítimas, tienden a pesar más que las oportunidades estructurales. A esto se añade que, al estar inmerso en la realidad nacional, el inversionista local experimenta un mayor “compromiso emocional” con el entorno. Su percepción del riesgo se amplifica: ve la violencia en las calles, escucha la discusión política polarizada y enfrenta de manera directa la burocracia cotidiana.

Es natural, entonces, que adopte una postura de cautela y prefiera posponer proyectos de expansión.

Otro elemento que explica la diferencia es la capacidad de comparación. Un fondo global o una corporación multinacional analizan de manera sistemática las condiciones de múltiples países antes de decidir dónde invertir. Compara costos laborales, estabilidad macroeconómica, infraestructura y acceso a mercados. En esa comparación, México puede salir bien librado.

El empresario mexicano, en contraste, carece muchas veces de ese marco comparativo internacional. Su punto de referencia no es qué tan competitivo es México frente a Vietnam o Polonia, sino qué tan incierto es abrir una nueva planta en su propio estado.

También importa el desapego. Los inversionistas extranjeros no tienen, en general, vínculos emocionales con México. Evalúan con criterios técnicos: tasas de retorno, estabilidad de reglas, potencial de mercado. Si esos factores se cumplen, colocan capital; si no, lo retiran sin titubeos.

El empresario local, por el contrario, siente arraigo con su entorno, su comunidad y su país. Esa relación emocional, paradójicamente, lo hace más conservador. Prefiere proteger lo que tiene antes que arriesgarlo en proyectos de expansión que, desde su perspectiva, podrían fracasar en un ambiente hostil.

El resultado de esta combinación es visible en las estadísticas: mientras la inversión total se estanca, la inversión extranjera directa crece.

El contraste refleja más que recursos disponibles: evidencia un choque de visiones. El extranjero observa a México como una pieza estratégica en el tablero global, con fortalezas que superan sus debilidades coyunturales. El mexicano lo observa desde dentro, con las dificultades cotidianas magnificadas y con una confianza limitada en el futuro inmediato.

La conclusión es inevitable: México necesita un cambio de visión en su empresariado. El país requiere inversionistas locales capaces de pensar con un horizonte más amplio, de comparar sus oportunidades con las que existen en otros países y de tomar decisiones menos condicionadas por la incertidumbre política o por la carga emocional de vivir los problemas en carne propia.

Si los inversionistas extranjeros son capaces de ver oportunidades donde los locales ven riesgos, es momento de que el empresario mexicano amplíe su mirada. No se trata de ignorar los desafíos, sino de reconocer que, pese a ellos, México tiene ventajas estructurales que pueden aprovecharse.

COLUMNAS ANTERIORES

El récord de la inversión extranjera y sus razones
¿Piedritas para el Plan México?

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.