Caray, qué difícil es mantener el equilibrio y la objetividad.
Aquí, en Estados Unidos y hasta en China.
Estamos celebrando las buenas cifras derivadas del Reporte de Pobreza Multidimensional producido por el INEGI.
Celebrarlo es más que justificado. Que más de 8 millones de personas hayan salido de la pobreza no puede dejarse pasar por alto.
Pero, en la fiesta, a veces se nos olvida que las carencias sociales siguieron persistentes, sobre todo en salud y seguridad social.
La reducción en los niveles de pobreza es una noticia que merece ser reconocida: millones de personas han visto mejorar sus condiciones de vida en comparación con años anteriores.
Sin embargo, debajo de ese dato alentador persisten problemas estructurales como el rezago educativo, el acceso limitado a servicios de salud y la precariedad laboral que, en algunos casos, incluso se han acentuado.
Hubiera sido mejor, a mi juicio, un reconocimiento claro de los avances sin olvidarse de los pendientes que arrastramos.
La transparencia y la honestidad en el diagnóstico son esenciales para no generar una ilusión de progreso sin cortapisas que, a la larga, puede volverse en contra de quienes la promueven.
En los mercados financieros ocurre algo similar. Seguimos con la celebración del acuerdo de Estados Unidos con China sin calibrar adecuadamente el comportamiento de los precios al productor, que llegaron a un máximo de tres años en territorio estadounidense.
Esa señal anticipa lo que puede venir en los siguientes meses, cuando se conozcan los efectos completos de los aranceles sobre cadenas de suministro y costos de producción.
Si bien la distensión comercial da un respiro a los mercados y reduce la volatilidad, no elimina los riesgos inflacionarios ni las tensiones estructurales que existen entre las dos mayores economías del mundo.
El mundo se aferra a las noticias positivas que surgen aquí y allá. En algunos casos, por interés político es más rentable destacar lo que funciona que admitir lo que no.
En otros, como en el de los mercados financieros, siempre hay una inclinación a buscar motivos para el optimismo, aunque estos sean frágiles o temporales.
Pero esa inclinación, si no se acompaña de una lectura sobria de la realidad, puede conducir a decisiones equivocadas.
En el terreno nacional, la coyuntura económica muestra señales mixtas. El peso se mantiene relativamente estable, la inversión extranjera directa registra entradas importantes y la actividad económica incluso tuvo un leve repunte.
Sin embargo, la desaceleración global, las presiones sobre las finanzas públicas y la persistencia de la violencia siguen pesando sobre el horizonte.
Incluso, factores aparentemente externos, como el ciclo electoral en Estados Unidos o las tensiones geopolíticas, pueden tener repercusiones directas en nuestra economía en el futuro.
El contexto internacional tampoco ofrece demasiadas certezas. Europa enfrenta un crecimiento anémico y divisiones internas que dificultan políticas conjuntas; China busca mantener su ritmo de expansión en medio de un viraje hacia el consumo interno; y América Latina sigue atrapada en sus problemas de gobernabilidad y baja productividad.
En este entorno, cualquier shock —sea financiero, sanitario o político— puede escalar rápidamente.
No se trata de adoptar una visión pesimista ni de negar los logros alcanzados.
El progreso existe y debe reconocerse, porque sirve de base para avanzar y para reforzar la confianza de los actores económicos y sociales.
Pero igual de necesario es no perder de vista que los cimientos siguen teniendo grietas. Una gestión prudente, que reconozca riesgos y fortalezca las capacidades de respuesta, será clave para que las buenas noticias no se diluyan con el paso del tiempo.
En la economía, como en la política, la euforia desmedida puede ser tan peligrosa como el derrotismo.
La historia está llena de episodios en los que un exceso de optimismo llevó a tomar riesgos innecesarios o a subestimar amenazas latentes.
La mesura, la evaluación constante y la capacidad de corregir el rumbo son las mejores herramientas para transitar periodos de incertidumbre.
No hay que tirarnos por el abismo: la situación no es tan complicada como para caer en el alarmismo, pero tampoco está para hacer fiestas.
El reto es mantener la cabeza fría, valorar los avances y, al mismo tiempo, no perder de vista —aunque no gusten— las sombras que aún se proyectan sobre el panorama.
Solo así podremos construir un futuro más sólido y menos vulnerable a los vaivenes de la coyuntura.