Apenas se anunció el acuerdo con Donald Trump para aplazar durante 90 días la aplicación de nuevos aranceles a las exportaciones mexicanas y el gobierno de México comenzó a mover piezas.
No quiere decir que cada acción derive directamente de la presión norteamericana, pero sin duda algunas de ellas apuntan hacia dos objetivos claros: fortalecer la lucha contra el crimen organizado y el tráfico de fentanilo, y reducir el déficit comercial que Estados Unidos tiene con México.
El relevo en la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF), anunciado el sábado pasado, puede interpretarse como el primer mensaje concreto respecto al combate al crimen organizado y al financiamiento de sus redes.
Trump justificó su amenaza arancelaria —y luego la suspensión temporal— no solo con razones comerciales, sino también apelando a temas de seguridad nacional, migración y narcotráfico. En esa lógica, México entendió que los 90 días no serían un periodo pasivo, sino una ventana para enviar señales políticas.
La salida de Pablo Gómez de la UIF y la llegada de Omar Reyes Colmenares, operador cercano al secretario Omar García Harfuch, pueden leerse como parte de una estrategia de alineación institucional. Se busca integrar orgánicamente a la UIF en la estrategia de seguridad diseñada por García Harfuch, algo que no se lograba con la anterior conducción.
Pero más allá del tema de seguridad, el gobierno estadounidense ha puesto sobre la mesa un conjunto de quejas que trascienden lo meramente arancelario y se califican como “barreras no arancelarias”.
En su más reciente informe, la Oficina del Representante Comercial de la Casa Blanca (USTR, por sus siglas en inglés) enumeró una serie de obstáculos regulatorios, institucionales y administrativos que, desde su perspectiva, dificultan el comercio y la inversión en México.
Entre las más relevantes destacan:
· La falta de transparencia y consulta en cambios regulatorios, especialmente en energía y telecomunicaciones.
· Las preferencias a empresas estatales como CFE y Pemex, consideradas contrarias a los principios de competencia del T-MEC.
· Las restricciones a productos biotecnológicos —como el maíz o algodón transgénicos— con fundamentos técnicos cuestionados por EU.
· El uso discrecional de normas sanitarias y fitosanitarias, a veces aplicadas sin aviso ni criterios claros.
· La intervención en concesiones mineras, con reformas legales que modifican plazos y condiciones.
· Los retrasos en registros sanitarios derivados de la lentitud con la que opera la Cofepris.
· Y, de forma general, la incertidumbre jurídica que enfrentan inversionistas ante decisiones regulatorias impredecibles.
Aunque varias de estas observaciones son recurrentes en los reportes previos del USTR, el actual entorno político les da otro peso. No se trata ya de comentarios técnicos: pueden convertirse en fichas de presión. La pregunta es: ¿cuáles de estas barreras está dispuesto a revisar o modificar el gobierno mexicano en este plazo?
Algunas podrían resolverse con ajustes administrativos. Otras, sin embargo, requerirían incluso reformas constitucionales, algo altamente improbable.
La prórroga otorgada por Trump no fue gratuita. Como toda pausa en medio de un conflicto, implica condiciones y expectativas. En estos tres meses, no bastará con defender el T-MEC o rechazar los aranceles. Se requerirá mostrar voluntad de diálogo, capacidad de ajuste y señales claras de cambio.
El margen es estrecho. Ceder demasiado puede interpretarse como una rendición ante Washington, abriendo espacio para nuevas exigencias. Pero no responder sería apostar por una confrontación con costos económicos inmediatos.
Ante este dilema, el gobierno mexicano ha optado por el pragmatismo.
El relevo en la UIF es solo el primer paso. Veremos si en los próximos días surgen más medidas para corregir o matizar prácticas cuestionadas por Washington.
Incluso ajustes parciales —mayor transparencia, procesos regulatorios ordenados, consultas públicas efectivas— podrían contribuir a distender el ambiente y ganar margen de maniobra.
Los 90 días ya están en marcha. Y cada uno de ellos cuenta. Lo que se haga —o se deje de hacer— en este periodo definirá el tono de la relación bilateral durante el resto del sexenio.