El INEGI podría estar recibiendo una auténtica ‘manzana envenenada’ al asumir las atribuciones del Coneval.
Le invito a detenerse un momento y pensar en las siglas de ambas instituciones.
El INEGI es el Instituto Nacional de Estadística y Geografía. El Coneval era el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social.
Una parte esencial del trabajo del Coneval consistía en evaluar, y para ello utilizaba como insumo principal las estadísticas generadas por el INEGI, tanto a nivel nacional como con referencias geográficas.
Uno de los pilares de la credibilidad del INEGI ha sido su labor estrictamente técnica, centrada en la producción de indicadores objetivos.
Ayer, por ejemplo, dio a conocer la inflación de la primera quincena de junio. El INEGI la publica sin emitir juicios: no señala si es alta o baja ni valora sus efectos. Su papel se limita a medir con rigor.
El Coneval, en cambio, tenía un mandato distinto. Tomaba esa información —proveniente del INEGI y de otras fuentes—, la analizaba, la contrastaba, y a partir de ella formulaba diagnósticos sobre lo que funcionaba o fallaba en materia de desarrollo social. Recomendaba. Emitía juicios. Tenía que hacerlo porque esa era su función.
Durante el sexenio de Vicente Fox se debatió ampliamente sobre cómo medir la pobreza en México.
Como el gobierno tenía sus propios datos, el Banco Mundial y la Cepal presentaban otros, y los académicos ofrecían estimaciones distintas, se optó por crear un organismo con autonomía técnica, gobernado por un consejo de expertos y con una metodología consensuada entre las distintas fuerzas políticas, que permitiera medir con objetividad la pobreza en el país. Esa fue la razón de ser del Coneval.
Si ahora el INEGI empieza a emitir evaluaciones y recomendaciones con base en sus propias estadísticas, podría diluirse uno de los valores esenciales que lo han distinguido: su neutralidad técnica.
Sin embargo, la reforma legal aprobada el lunes pasado en la Cámara de Diputados le ordena hacerlo.
El texto constitucional dice lo siguiente en su artículo 26 fracción B:
“El Instituto Nacional de Estadística y Geografía será un organismo público autónomo, con personalidad jurídica y patrimonio propios, responsable de normar y coordinar los sistemas nacionales de estadística y geografía, así como de medir la pobreza y evaluar integralmente la política de desarrollo social del país, conforme a los lineamientos que establezca la ley. El Instituto tendrá la facultad de emitir recomendaciones derivadas de la evaluación de la política de desarrollo social y de actualizar los lineamientos y criterios técnicos para la definición, identificación y medición de la pobreza, procurando la homogeneidad y comparabilidad de la información”.
Y la ley aprobada por los diputados lo concreta.
Escuché recientemente a legisladores de Morena expresar dudas sobre las métricas del Coneval y sus evaluaciones de la política social.
El problema es que dicha institución aplicaba criterios establecidos en la ley, los mismos que ahora deberá seguir el INEGI.
Frente a esta nueva responsabilidad, lo que le queda al instituto presidido por Graciela Márquez es establecer una unidad completamente separada de la producción estadística, que se encargue de elaborar las evaluaciones requeridas.
Aun así, persiste el riesgo de desvirtuar la misión central del INEGI.
Durante años, el Banco de México fue quien medía la inflación. Sin embargo, en consonancia con las mejores prácticas internacionales, esa tarea pasó al INEGI en julio de 2011, hace casi 14 años, para evitar el conflicto de interés que suponía que la institución encargada de controlar la inflación también fuera la que la midiera.
Hoy podríamos enfrentar una situación similar: un mismo organismo que genera los datos sobre pobreza y al mismo tiempo evalúa las acciones del gobierno para combatirla.
Ojalá me equivoque. Pero todo indica que al INEGI le están regalando una ‘manzana envenenada’.