El pasado 27 de febrero se firmó un pacto con la mayoría de los distribuidores de gasolina en México para mantener el precio de la gasolina regular —la que conocemos como Magna— en un máximo de 24 pesos por litro.
En ese momento, el precio del petróleo Brent —referencia clave para los precios de los combustibles— se ubicaba en 72 dólares por barril.
A principios de mayo, esta referencia había descendido a 60 dólares por barril, lo que facilitaba el cumplimiento del acuerdo. Se trataba de una caída del 17 por ciento en tan solo dos meses.
Sin embargo, las condiciones han cambiado radicalmente. Ayer por la tarde, el crudo tipo Brent se cotizaba en 76.5 dólares por barril, lo que representa un incremento del 27% respecto a los niveles de principios de mayo y de más del 6% en comparación con la fecha en que se suscribió el pacto con los gasolineros.
Lo más preocupante es que aún no sabemos cuál será la trayectoria de los precios en las próximas semanas o meses.
Si el conflicto entre Irán e Israel se contiene y se resuelve rápidamente, es probable que los precios del crudo no aumenten mucho más. Pero si el conflicto escala, los riesgos de una mayor alza son muy elevados.
En diversos escenarios, se contempla la posibilidad de que el precio del barril alcance o incluso supere los 100 dólares.
Cuando he compartido mis inquietudes sobre el impacto que este fenómeno podría tener en México con amigos en la Secretaría de Hacienda, me responden que el país cuenta con los llamados “estabilizadores automáticos”.
Aunque el término parece sacado de la aviación, se refiere a mecanismos económicos que tienden a compensar desequilibrios financieros.
En el caso mexicano, el argumento es que mayores precios del petróleo generarían ingresos extraordinarios para Pemex, lo que permitiría compensar los gastos adicionales por la importación de gasolinas y otros petrolíferos más caros.
Desde una perspectiva macroeconómica, no hay objeción al análisis de Hacienda. Pero el reto está en la implementación de estos mecanismos de equilibrio.
El funcionamiento sería el siguiente: si la tensión en Medio Oriente escala, Pemex u otras empresas importarían gasolinas a precios más altos. Así, las llamadas ventas de primera mano de Pemex o de otros importadores a los distribuidores implicarían precios más elevados.
El vendedor final —el gasolinero— tendría que trasladar ese aumento al consumidor, a menos que la Secretaría de Hacienda implemente un esquema de compensación vía IEPS.
Para ello se requeriría activar un IEPS negativo, mecanismo que se utilizó por última vez en octubre de 2022.
La otra alternativa del gobierno sería reflejar los mayores costos de importación directamente en los precios finales al consumidor, lo que implicaría superar claramente los 24 pesos por litro en la gasolina regular.
Sin duda, el mercado de las gasolinas es altamente complejo, y el gobierno tendrá que aplicar una estrategia quirúrgica si el conflicto militar se intensifica.
Aunque no es ningún consuelo, varios análisis advierten que, en un escenario extremo —con precios del crudo por encima de los 100 dólares por barril—, sería casi inevitable una recesión global. Esa situación reduciría la demanda de combustibles y, eventualmente, podría empujar los precios a la baja.
Sea cual sea el escenario, estamos inmersos en un entorno de gran incertidumbre que dificulta el desempeño del negocio de distribución de combustibles en México.