Las palabras no están de moda; los argumentos, ni qué decir. Lo de hoy son las imprecaciones a toda hora, en tribuna y en medios, entre políticos; quién ha de sorprenderse de que, de descalificaciones sin gracia ni ingenio, ya pasamos a zapes y desgreñadas legislativas.
El pancracio va a protestar. No se vale que políticos, pagados con los impuestos de todas y todos, hagan desleal competencia a quienes entrenan en los costalazos, a esos que invierten horas y sesera en confeccionar una máscara, un apodo, una leyenda.
Nomás eso nos faltaba. Si ya hartaban el titipuchal de mesas de debate (es un decir) en la radio, donde partidos políticos gastan tiempo del respetable en diatribas sin sustancia, en monólogos sectarios, en posicionarse ellos mientras erosionan la política, ahora tenemos manotazos en el Senado y jalones de pelo en Donceles.
Esto no es un “a dónde vamos a parar” tipo El Buki. Es “en dónde estamos”. Ante una clase política sin recursos orales ni para la ironía o el sarcasmo, sin lenguaje que no sea para el apodo barato y telenovelero: Lilly y Noroña como canon de altura. Estridencia hueca.
Pregunta franca: ¿algún concesionario (y el cuestionamiento también es, desde luego, para los permisionarios) cree que cumple con la Ley de Radio y Televisión emitiendo esas tertulias donde casi todos los representantes de partidos concursan en denigrarse?
En 1994 fue todo un evento el primer debate presidencial. Tuvo de todo, es cierto. No sólo ideas o parlamentos de sustancia. Y muchas veces, de esos encuentros, el recuerdo que perdura es alguna gracejada, el chistín oportuno, la destemplada ocurrencia de alguien.
De aquel suceso, cuando celebramos que por vez primera veríamos y escucharíamos a contendientes de distinta ideología en igualdad de circunstancias, sin ventajas a favor del candidato oficial y con posibilidades de interpelar al mero-mero, pasamos a las desgreñadas.
Bueno. Antes de los jalones de pelo de Donceles tuvimos otra plaga. Si quisiéramos hacerle un bien a la ciudadanía, alguien debería prohibir que en los debates mediáticos se lleven cartelitos, cartelotes, fotografías y utensilios varios. Aprenda la lección: nada de acordeón.
Consciente soy de que estamos en la era del meme. Pero qué bien le vendría a la opinión pública constreñir los intercambios a palabras. Que se convenza con argumentos, con datos sin olvidar el ingenio; con retórica, sin desdeñar la ironía; con la mente, no con las manos.
El año cierra y en la crónica parlamentaria quedará registrado que en el Senado se recurrió a megáfonos; que, incapaces de respetar el tiempo de otros, de escuchar a los diferentes, se homenajeó la figura del merolico: bocinas para aturdir, no para hacerse escuchar.
Igual de significativo es que este lunes, en el cada vez más estridente Congreso de la Ciudad de México, una legisladora fue y desconectó (hubo hasta acusaciones de que cortó cables) los micrófonos. Quienes hablan por el pueblo cancelan los medios para hacerse oír. Poético.
Hay otro silencio. Porque aquí nadie está diciendo que la culpa es de los políticos o sólo de la clase política. ¿Qué responsabilidad asume la prensa de dar difusión a declaraciones sin fundamento, a proclamas, a dudosos datos que contaminan la información, a fake news?
¿Un representante de un partido tiene derecho a micrófono sin demostrar que posee argumentos o información de valor? ¿Vale seguir invitando a mesas a quienes diario pepenan en el diccionario insultos y denuestos contra sus contertulios sólo para ganarse likes?
El espectáculo de una política entre golpes se engendró con la licencia para imprecar. El recordatorio obligado es que no es entretenido, es violencia.
