“Estás muy radical”, me dijo un lector el otro día en un café. “Es que ya no te he visto”, repuse diciendo media verdad. Agregué enseguida la otra razón, también verdadera: “y es fin de año, son ciclos”. ¿O esta vez no?
Si un periodista no conoce a una persona nueva al día que enriquezca informativamente, no está haciendo su chamba, dijo alguna vez Ramón Alberto Garza en el entonces naciente diario Reforma. Las columnas surgen de esas redes de contactos. Y a veces lo padecen.
Por las cámaras de eco: una de las trampas en que se puede caer a la hora de abrevar es que las parcelas donde uno transita estén habitadas por gente que piensa de manera uniforme, del lado que sea eso de que piensan. Hay que buscar hablar con todos.
Lo anterior no sólo se ha complicado sino que incluso es mal visto –por ambos lados– en esta era de supuesta transformación. No es queja, es gaje del oficio.
La presidenta de la República es la primera que comulga de la idea de “definirse”. En su libro lo establece con todas sus letras.
Luego de citar a Melchor Ocampo en una crítica a “los moderados”, en su Diario de una transformación histórica, Claudia Sheinbaum señala que “en la vida hay que comprometerse con las causas”. Y de esta manera se suma a lo que decía su predecesor: “López Obrador suele llamar a estos personajes que no se comprometen con uno o con otro lado como los ‘progres buena ondita’. Yo, con todo respeto, les llamo ‘guasha guasha’”.
Ojalá la presidenta aclare si para ella eso de comprometerse incluye dejar de ver –y denunciar– los defectos, peligros, abusos, escandalosas corruptelas y flagrantes delitos de los del lado propio.
Igualmente, si ello significa la cancelación ya no digamos del diálogo, sino de la obligación presidencial de atender las críticas, sugerencias, propuestas y, por supuesto, denuncias de quienes no piensan igual que la actual mayoría.
El primer año del sexenio de Sheinbaum comenzó menos zahiriente que el de su predecesor. Sin embargo, los términos y tonos utilizados en público por la sucesora fueron tornándose idénticos a los del fundador.
¿Está cancelado el diálogo con quienes piensan distinto el resto del sexenio? En lo que llega esa respuesta, lo que la presidenta ha de tener en consideración es que un gobierno requiere que sectores, grupos y hasta individuos tengan canales para el desahogo.
Una oposición que diga las cosas que algunos creen que tienen que señalarse. Un debate en Morena sobre asuntos internos que desagradan a morenistas. Vocerías gremiales, incluidas de los patrones, que aireen fallas. Debate mediático sin gritos o diatribas.
Cuando los canales para expresar inconformidades, ejercicio que va más allá de la catarsis, se vuelven angostos o incluso se bloquean, puede surgir el mal humor social. Es responsabilidad del gobernante generar confianza ciudadana en que las expresiones valen, se respetan y son tomadas en cuenta, independientemente de quien las diga.
Antes (palabra odiada por todo aquel que pretende imponer una nueva época) el cambio sexenal ayudaba a despejar los humores. Era un fin de ciclo. Quien llegaba tenía un voto de confianza, y era sano que lo avinagrado durante seis años se extinguiera con el saliente.
Pero el sexenio está mudando de piel a una cosa donde se celebran “siete años” de lo mismo. Eso no despresuriza. Puede que desde el régimen sea algo deliberado, un intento de avasallar por agotamiento al no permitir refresco sexenal, ni anual. Adiós a los ciclos sexenales.
El problema no es que quienes aún hablan con gente con credos distintos “anden radicales”. El riesgo es que el gobierno pierda la capacidad de dirimir conflictos por una manía de sólo comprometerse con los que piensan igual. Todo un peligro para México.
