En abril pasado, Agustín Basave publicó en Nexos un texto titulado “PRD. Crónica personal de un naufragio”. En 19 cuartillas rememora su paso por la presidencia perredista, a la que fue invitado en agosto de 2015. Más que a Morena, el artículo le sirve a la oposición.
Retomo aquí sólo un elemento de unas memorias que merecerían (uno) ser aumentadas y (dos) emuladas por más protagonistas de nuestra ágrafa política.
Basave cuenta que una vez le preguntaron cuándo se echó a perder el PRD: “Cuando la derrota se volvió rentable”, contestó. (…) “Las tribus se peleaban a muerte cualquier candidatura, por insignificante que fuera, porque si la ganaban podían negociarla”.
Pese a saber “que el partido estaba en una grave crisis, no percibieron la cercanía del precipicio ni dejaron que se activara su pulsión de supervivencia (…) prefirieron conservar los arreglos inconfesables con el aparato de poder federal y con varios gobernadores”.
Y concluye: “toleraron la corrupción interna, auspiciaron la dependencia y la subordinación a gobiernos de otros colores”. Basave sugiere que “Morena, que carga ADN perredista, haría bien en verse en ese espejo roto”.
Aunque está en veremos cuán bien resuelve el obradorismo sus próximas candidaturas, las primeras sin su fundador abiertamente en el escenario, la reflexión urgente al respecto no está ahí, sino en la oposición.
Dado que Morena tiene hoy el monopolio del pragmatismo –si incluyen a otros como los Yunes nadie en su interior chistará, porque prefieren doblar principios a ceder espacios–, son las dirigencias del PRI, del PAN y de MC las que tienen un enorme reto.
Cualquier candidata/o competitivo de la oposición sabe que en Morena podrían abrirle la puerta si su partido no le ofrece una elección interna libre de trampas o manchada por acuerdos tras bambalinas. Pero lo contrario también opera. Las dirigencias pueden ser chantajeadas.
En el siglo pasado se instaló la noción, medio genuina medio ingenua, de que sólo desde dentro del priato se podían hacer cambios. Cuadros con formación opositora acabaron en el partidazo siguiendo esa idea. La corriente democrática de los 80 y su desenlace sepultó eso.
La siguiente década vio surgir la tolerancia a la promiscuidad ideológica, pues el fin –derrotar al PRI– justificaba un melting pot: progresistas trabajaron con Vicente Fox y los ultraderechistas que nutrían al PAN del Bajío y de otras latitudes.
Salvo en algunos estados y momentos específicos, Cuauhtémoc Cárdenas y aquel PRD no se formaron en esa fila. Doce años después, y tras dos fallidas candidaturas presidenciales de AMLO, las tribus se despedazaban en medio de escándalos, mas el obradorismo sobrevivió.
Con los fracasos de la alternancia (2000-2018) llegó el “necesitamos algo distinto”, y a fin de ganar, en campaña López Obrador sumó gente variopinta; una vez en Palacio Nacional, restableció mucho del modelo corporativo priista con alianzas con sindicatos, etcétera. Morena, una centrípeta espiral multicolor de liderazgo único.
Desde entonces la oposición, particularmente PRI y PAN, parece el PRD que narra Basave: organizaciones donde perder es muy redituable: v. gr. gobernadores priistas que acabaron en embajadas, o el panista Mauricio Vila estudiando en Boston.
Y falta ver si la reforma electoral claudista no termina de reducir el margen de maniobra a las dirigencias opositoras, bajándoles el fondeo y, al primar el territorio, la capacidad de negociar candidaturas.
La duda es cómo harán Acción Nacional, el Revolucionario Institucional y Movimiento Ciudadano para contrarrestar las cuentas de cuadros y dirigentes en las que así pierdan, ganarían mediante componendas con el régimen (que puede prometerles mimos, impunidad y, ya no digamos, embajadas).