Pese a la defensa a ultranza de algunos especialistas, exconsejeros, activistas y cuadros partidistas del actual modelo electoral y sistema de partidos, es evidente la necesidad de su reforma. Sí, sin duda. Empero, el modo, tono y planteamiento oficialista de cómo llevarla a cabo, obliga a retrotraer la afirmación: sí, pero no.
En tal condición, la disyuntiva es lamentable. Se desaprovechará la oportunidad de revisar en serio ese andamiaje o se dará lugar a un adefesio institucional peor que el prevaleciente. Lo uno o lo otro, la perdedora será la democracia.
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En la lógica de quienes ahora veneran la estructura político-electoral como un monumento, conceden que ese entramado quizá padece algún desperfecto, pero ningún error. Y, por fundada desconfianza en la fuerza en el poder, casi imploran dejarla como está, siendo que –casi de a tiro por elección– desde 1977 se han operado once reformas y contrarreformas, ocho de un calado importante. ¡Once reformas en casi medio siglo!
La sorprendente apelación al inmovilismo de hoy tiene por justificación tres supuestos cuestionables: el impulso de los otros ajustes partió de la oposición, no del poder; la posibilidad de esas reformas derivó del acuerdo y el consenso, no de la imposición mayoritaria; y su resultado, según esto, fue el de una democracia aceptable. La historia, sin embargo, no es tan idílica como la cuentan.
La primera y la más reciente reforma partieron del gobierno y la fuerza en el poder, no de la oposición. La del 2014 fue elocuente. Al Pacto por México convocó el gobierno y se acordó con las cúpulas partidistas, anulando el debate público y marginando a la ciudadanía. De las alturas bajo la línea de aprobarla. Fue un arreglo en beneficio de la partidocracia, no de la democracia.
Acuerdo y consenso derivaron no de intensas negociaciones, sino del canje de reformas y el reparto de posiciones. No en vano, a raíz de las reformas estructurales de ese sexenio, se acuñó el concepto de “la política de cuates y de cuotas”. Y, por soslayar el sentir y el parecer ciudadano, así como de los sectores afectados por esas reformas, más de una resultó efímera.
Un dato curioso. Quienes hoy acusan la intención de desaparecer al Instituto Nacional Electoral son quienes avalaron la desaparición del Instituto Federal Electoral. Ese giro no fue un simple cambio de nombre. El propósito de darle un carácter Nacional y ya no Federal al instituto era, en su origen, centralizar la normatividad, organización, arbitraje y sanción de los procesos electorales para reducir costos, evitar duplicidades y acotar la injerencia de los gobiernos estatales. Sin embargo, más de un gobernador se rebeló y aquello se vino abajo, dando lugar a enredos y duplicidades entre el instituto nacional y los locales, así como entre el tribunal federal y los estatales.
Los supuestos que hoy se presentan como precondiciones para emprender una reforma glorifican una democracia cara, limitada y defectuosa.
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Hoy, en cierto modo, se quiere endulcorar la historia de la transición sin consolidación de la democracia.
La historia reciente del modelo electoral y el sistema de partidos ha tenido variados capítulos. De apertura política y sobrevivencia de la fuerza hegemónica, ante el amago de la vía armada. De impulso a las concertacesiones, a partir de arreglos cupulares bipartidistas (el PRIAN) a fin de asegurar un modelo económico (el neoliberal) bajo cobijo de una democracia limitada del centro a la derecha. De gana de darle competitividad y pluralidad al modelo y el sistema, ante el resurgimiento de la violencia. Y, de un error garrafal, perpetuar la idea de un gobierno dividido (el poder entre distintas fuerzas), descartando la de un gobierno unificado (el poder en una sola fuerza), noción a la que hoy se aferran con más nostalgia que razón, quienes resisten la realidad de una fuerza mayoritaria y poderosa e ignoran la incapacidad de los partidos de negociar y acordar.
A esos conceptos se agregaron excesos. Prerrogativas multimillonarias a los partidos que no emparejaron los términos de la competencia ni impidieron el ingreso de dinero sucio a las campañas y sí alejaron a los partidos de la ciudadanía. Obesidad del Senado, otorgando posiciones plurinominales injustificadas. Deformidad de la representación proporcional en la Cámara de Diputados, convirtiéndola en coto de las cúpulas dominantes de los partidos para premiar camarillas o cuadros leales…
Se consolidó una partidocracia dando lugar a una democracia cara y defectuosa.
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Ante ese cuadro, no quedaría más qué decir: sí, venga la reforma político-electoral planteada por el oficialismo… pero no.
Tras la conquista del poder, el oficialismo se marea al ejercerlo. Dada su fuerza, le sobra tener o no la razón para emprender proyectos y calcular su pertinencia. Bajo la idea de que es ahora o nunca, la prisa y la soberbia norma su proceder sin reparar en los efectos. Seguro de encarnar al pueblo, poco le importan los sectores ajenos a su concepto y menos acreditar su presunta vocación democrática. Con tal de prevalecer ahora, pierde el horizonte. Convencido de tener la razón histórica, oye sin escuchar al otro. Cierto de la posibilidad de concretar sus planes, descuida concepto, diseño, implementación y operación de ellos, como se hizo evidente en la reforma judicial.
Más de una vez, con el oficialismo ha resultado peor el remedio que la enfermedad y, por lo dicho y hecho en relación con la proyectada reforma electoral, nada garantiza que esta vez sea distinto.
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Sí, sin duda, es necesaria la reforma del modelo electoral y el sistema de partidos, pero no. La consolidación de la democracia requiere de demócratas y, por lo visto, no abundan en estos días.