Pese a la recomendación de Andrés Manuel López Obrador de barrer la corrupción política, económica y moral de arriba abajo –tal cual como él no lo hizo–, Morena está obligada a intentar hacerlo de abajo arriba si no quiere ver cómo se diluye su fuerza, despilfarra el poder acumulado y desacredita su causa.
Sin cumplir catorce años, ese movimiento presenta ya vicios y síntomas de descomposición que, de no ser conjurados, impactarán su cohesión y posibilidad. Morena incurrió en cinco errores, susceptibles de derivar en una crisis: reducir su posicionamiento (Movimiento de Regeneración Nacional) a un acrónimo (Morena); amparar su unidad en una figura y no en una estructura; privilegiar los medios sobre los fines o la eficacia sobre los principios; mostrarse repelente a la crítica y ajeno a la autocrítica; y solapar actitudes y conductas en cuadros de primera línea que lo desprestigian.
Si cuadros y militantes en verdad comprometidos con la idea de cambiar el régimen no toman la escoba y barren, la otra barredora acabará atropellándolos. Terminarán no como servidores de la nación, sino como siervos, comparsas o, peor aún, cómplices de quienes dentro de Morena han hecho del oportunismo, la corrupción, el cinismo o la ambición su credo personal o grupal.
Si bien en la oposición y la resistencia hay lógicamente el afán de sacar raja política de la adversa circunstancia por la cual atraviesa el morenismo, el movimiento no puede ignorar una realidad: en su seno, hay personalidades que lo desprestigian. Argüir que todo es producto de un complot, conspiración o linchamiento del conservadurismo político o mediático no resuelve el problema, lo evade y agrava.
Si Morena no barre a quienes lo ensucian, no podrá quejarse después del tiradero donde podría encontrarse.
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En cuestión de meses, Morena ha sufrido un deterioro y desgaste no sólo a causa del ejercicio, sino también del abuso del poder por parte de quienes se marearon o embelesaron con él o lo entendieron como un patrimonio exclusivo. El ejercicio del poder desgasta, pero el abuso del poder demuele.
Tales han sido los desplantes o las actitudes de quienes han abusado del poder sin pudor ni recato que, pese a la construcción del entramado para constituirse en una fuerza hegemónica, hoy está en duda si la supremacía política del movimiento será de corta o larga duración y si, al margen de su perdurabilidad, su sello será el de la regeneración o la degeneración de la política. La tensión está al orden del día.
Algunos cuadros consistentes de Morena no han cerrado los ojos ante esa realidad, pero la miran de soslayo. No están claros, incluso destilan temor de lo que pueda ocurrir si toman acción determinante contra los abusadores. No es para menos, el liderazgo ya no es el de antes, se carece de la institucionalidad y la estructura necesaria para evitar que un sacudimiento desacelere o frene el movimiento y, en tal circunstancia, han dejado pasar más de una oportunidad para barrer a quienes lo desprestigian o para soltar lastre.
La gran interrogante es cuánto tiempo puede continuar Morena fingiendo una unidad y cohesión, a sabiendas del costo que le significa tener un inventario bastante nutrido de impresentables que le quitan al movimiento más de lo que le aportan.
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Obviamente, en estos últimos días Adán Augusto López y Andrés Manuel López Beltrán han colocado en un brete al movimiento.
Adán Augusto López, un tricolor ataviado de guinda, derrumbó el rentable discurso de complicar a Felipe Calderón con Genaro García Luna y, pese a ello, rehúye su desgracia política y se conduce como si nada. No destacó como auténtico impulsor de la transformación ni como legislador, gobernador, colaborador ni precandidato presidencial, pero se aferra a desempeñarse como coordinador parlamentario en el Senado a causa del reintegro por participar, a título de actor secundario, en el concurso por la candidatura presidencial. Ahí sigue.
Andrés Manuel López Beltrán, en cuestión de meses echó por la borda el afán de figurar como un cuadro que, al margen de nombre y apellido, cuenta con credenciales propias para participar con cargo de dirigente. Desprecia militancia, disciplina y política porque, en su lógica, derechos de sangre lo eximen de la necesidad de construir y trazar su propio sendero. Se siente albacea y, entonces, ni por qué hacer méritos ni rendir cuentas.
Ambos están en la palestra, pero no son los únicos que vulneran al movimiento. Francisco Garduño se fue impune del Instituto de Migración sin cumplir con el mandato judicial de ofrecer disculpas por la tragedia ocurrida en aquella estación migratoria de Ciudad Juárez. A Yasmín Esquivel se le dejó sobrevivir como ministra de justicia, tras colocar un esparadrapo en la boca a la Universidad Nacional. Rubén Rocha jefatura el desgobierno en Sinaloa. Layda Sansores destaca por convertir la política en espectáculo perenne e imponer la censura previa como seguro a la crítica política. A Sergio Gutiérrez Luna le faltan foros para exhibir con toda austeridad sus lujos, acompañado por Dato Protegido. Y ni qué decir del rey de la impunidad, Ignacio Ovalle.
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Viene un momento definitorio para Morena. Sobre todo, si –con la reforma electoral anunciada– se resiente la solidez de su alianza con los partidos que viven de las prerrogativas y los legisladores plurinominales. Antes de que ello ocurra, tiene que resolver si toma o no la escoba y, aunque sea de abajo arriba, barre a quienes lo desacreditan y ponen en duda la causa que lo llevó al poder, dándole supremacía política.
Importa afiliar militantes, pero también desafiliar a quienes ponen contra la pared al movimiento y lo igualan con la política y el abuso del poder ya conocido.