Sobreaviso

El triunfo y la victoria

Morena puede festejar el triunfo electoral de hace siete años, pero no la victoria política. Ganar elecciones no supone conquistar gobierno. Y la circunstancia exige reflexión.

Algunos dirigentes, cuadros y militantes de Morena celebraron con discreción el triunfo de hace siete años. Superada la efeméride, no sobraría abrir espacio a la reflexión para pensar por qué se ha complicado la traducción del contundente triunfo electoral en una sólida victoria política.

Puede sonar absurdo, pero el movimiento reclama sosiego si no quiere perderse en la idea de que para alcanzar la victoria basta con acumular y ejercer poder como se ha venido haciendo. Menos aún, cuando la fragilidad de la economía y las finanzas, la brutal presión del gobierno vecino y las ligas políticas del crimen organizado amenazan la posibilidad de concretar el proyecto pretendido.

Desde luego conquistar el poder apasiona mucho más que administrarlo, pero si no se gobierna reconociendo límites y horizontes el triunfo puede no concluir en la victoria.


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Ciertamente, bajo el liderazgo de Andrés Manuel López Obrador, Morena y sus aliados realizaron una hazaña incuestionable: armar en cuestión de años un movimiento con fuerza suficiente para desplazar al binomio partidista que redujo la alternancia a una cuestión de turno en el poder, arrumbando la posibilidad de generar una alternativa.

Aparte de festejar, gobierno y Morena podrían aprovechar para recapacitar si están emprendiendo las acciones indicadas y dando los pasos necesarios para construir, pese a la adversidad doméstica y foránea, esa alternativa que hace un cuarto de siglo se desvaneció por el afán de preservar el modelo económico y el concepto político que, a fin de cuentas, asociaba al priismo y el panismo: el neoliberalismo ilimitado y la democracia limitada.

Desde esa perspectiva, hoy el oficialismo requiere hacer una revisión autocrítica de su proceder. Preguntarse con honestidad si privilegiar el territorio sobre el escritorio, la afiliación sobre la convicción, el discurso sobre la práctica, el radicalismo sobre el eclecticismo no terminará por rebajar la intención de transformar el régimen a restaurar y dominar aquel sistema y modelo que se abominaba y, en esa lógica, despilfarrar el poder sin darle el sentido presupuesto.

Gobernar con legitimidad exige caminar y no perder contacto con la gente, pero gobernar con sensatez también demanda sentarse y no perder contacto con la realidad.

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El cúmulo de poder obtenido por Morena hace siete años, retenido y ampliado hace uno es de tal magnitud que obnubila la necesidad de recapacitar, y ese vocablo significa renovar o adquirir habilidades y reflexionar. Obnubila, al tiempo de despertar ambiciones e intereses particulares. El poder por sí no soluciona todo, incluso puede complicarlo, sobre todo, cuando no hay oposición ni contrapesos y la disputa por él se interioriza.

Gobierno y movimiento se encuentran ante un desafío que sólo ellos pueden encarar y resolver: escapar al socorrido recurso de entender la crítica como un ataque, justificar los problemas del presente en el pasado, achacar los tropiezos y los errores a la oposición y la resistencia, desarmar estructuras sin claridad de cómo armar, comprender que la circunstancia reclama prudencia e inteligencia extrema no tanto para construir el segundo piso, sino para asegurar el primero e identificar qué sí se puede y qué no se puede.

No es cuestión, como llegan a plantear algunos morenistas, de profundizar y acelerar el radicalismo, sosteniendo el modo y el estilo de llevarlo a cabo. Así no es.

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Los logros significativos, no simbólicos, del primer gobierno de Morena se dieron fundamentalmente en tres campos: social, laboral y fiscal.

Sin embargo, se fincaron en arenas movedizas o tierras calizas que, sin crecimiento económico, pueden venirse abajo en vez de resistir un segundo piso. Sostener becas y pensiones, otorgar aumentos salariales por arriba del índice inflacionario y acrecentar la recaudación tienen por precondición el crecimiento. Sin éste, resta contratar deuda que, a la postre, perjudicaría a los sectores sociales que justamente el movimiento quiere beneficiar y en los cuales busca afianzar su prevalencia.

Aunado a lo anterior, hay acciones del gobierno actual sobre las cuales se intenta no llamar mucho la atención o llevarlas a cabo con discreción, aun siendo atinadas. Esas tareas tienen por objeto corregir emprendimientos de la administración anterior o, de plano, hacer aquello que aquella omitió, dejando ver sin decir un sinnúmero de errores, así como obras y planes mal hechos o hechos al aventón. No son pocas. Obviamente, se realizan sin presumirlas e, incluso –menuda abnegación–, rindiendo honores a quien las hizo mal o sencillamente no las hizo. Todo esto sin mencionar el paquete de reformas que fue menester aprobar sin calcular su efecto ulterior en la confianza y certeza jurídica, política y económica, hoy valores clave para sobrellevar la adversidad.

Pensar en un segundo piso sobre la base de la fragilidad de los cimientos y los castillos del primero es, por lo pronto, no una narrativa, sino una leyenda.

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Sí, cabe festejar aquel triunfo, pero no cantar la victoria.

No es posible cantar la victoria por varias razones. Morena en vez de soltar lastre para ganar velocidad y credibilidad, agrega peso que lo frena y desprestigia. Premia en vez de castigar a quienes provocaron daño al país y de paso al movimiento. No acaba de advertir la necesidad de romper y condenar el vínculo político con el crimen que, absurdamente, alimenta la gana del gobierno estadounidense de intervenir directa, militar y unilateralmente. No reconoce que las condiciones cambiaron y es preciso operar ajustes importantes al proyecto si se quiere continuarlo. No dimensiona la compleja circunstancia interna y externa.

Ganar elecciones no supone conquistar gobiernos.

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