Si el crimen fue el mensaje, la respuesta no puede ser sino el castigo.
El lamentable y condenable homicidio de Ximena Guzmán y José Muñoz –cuadros importantes, por su relación y función con la jefa del gobierno capitalino, Clara Brugada– marca una circunstancia distinta en el esfuerzo oficial por restablecer la seguridad y rescatar el Estado de derecho. Reclaman una decisión de fondo.
Duele y duele mucho lo sucedido, pero capítulos negros como el sufrido sin duda vendrán otros porque, como dice el refrán, lo que vale, cuesta.
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Sin especular en torno al móvil del asesinato, los términos y el contexto de su realización apuntan a profesionales del delito que cimbraron la estructura del poder. La tensión, el coraje y la tristeza contenidos en los rostros de la presidenta Claudia Sheinbaum y la gobernadora Clara Brugada fueron elocuentes al respecto.
En cuanto a los términos de su realización, los primeros datos aportados por la autoridad local, en particular por la fiscal Bertha Alcalde y el secretario de Seguridad, Pablo Vázquez, no dejan espacio a la duda. Fue un ataque directo con alto grado de planeación, ejecutado de manera concertada al menos por cuatro sujetos –un sicario experimentado y tres de apoyo logístico– que, al efecto, estudiaron la rutina de los objetivos y la escena del crimen, utilizaron un arma “limpia” (sin uso en otro hecho delictivo) para dificultar su trazabilidad y evitaron dejar huellas dactilares en los tres vehículos robados –una motocicleta y dos camionetas– que emplearon para garantizar la fuga, luego de alterar el número de serie de éstos. Por lo demás, sobra decirlo, ni por asomo el asesino material se interesó en las pertenencias de sus blancos. Iba por ellos.
En lo tocante al contexto, el cuadro es complicado en extremo. El reconocible giro dado en la política anticriminal en la escala federal y local afecta los intereses de la delincuencia organizada, además de elevar sus gastos de operación y modificar la correlación de fuerzas entre los cárteles o grupos criminales que la integran. Por naturaleza, el giro inserta a la delincuencia en una lucha hacia dentro para asegurar o ampliar sus dominios y hacia afuera para frenar la ofensiva oficial, intentado golpear a la autoridad donde puede y le duele, al tiempo de generar miedo en la ciudadanía, convirtiéndola en rehén, escudo y víctima. Un cuadro complejo con el añadido de la presión supuesta en el reclamo exterior y el clamor interior de restablecer la seguridad y rescatar al Estado de derecho.
A toda acción corresponde una reacción y, si bien es prematuro atribuir en automático al crimen organizado el atentado contra los jóvenes colaboradores de la jefa de gobierno, los términos de su homicidio y el contexto donde se inserta apuntan en esa dirección. Incluso, pudiendo no ser así, la percepción lo ubica en ese marco.
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El punto importante es saber si hay la determinación del gobierno y los partidos en su conjunto, así como de los empresarios y la banca de tomarse en serio el combate al crimen.
Importa saberlo porque tal es la diversificación y expansión del crimen, así como su penetración en el andamiaje político y económico, incluso social, que someterlo hoy no depende sólo de la voluntad presidencial y la eficacia del gabinete de seguridad. Menos de la prestancia de un secretario de Estado, como lo es Omar García Harfuch. Lejos se está de eso. Si la ofensiva anticriminal no es de temporada con el objeto de salvar la circunstancia, las tareas, los sacrificios y las acciones a realizar son enormes. Exigen paliar la coyuntura y edificar la estructura. Supone separar la política y la economía del crimen con la depuración que implica y esa hazaña, aparte de reclamar un espíritu espartano y contar con sólidas instituciones relacionadas con la prevención del delito, así como con la procuración e impartición de justicia e, incluso con el sistema penitenciario, tomaría mucho más de un sexenio.
Si esa decisión está tomada, a pesar del momento se requiere de la elaboración una política pública de largo alcance, producto del consenso, a fin de darle continuidad y respaldo a la acción de gobierno, cualquiera que sea su bandería partidista. Seguir en la política de ensayo y error desplegada a lo largo de este siglo, no sacará al país del problema y, como sucede ahora, podría llevarlo a crisis cíclicas de solución cada vez más difícil. ¿Hay la disposición del gobierno y el movimiento en el poder de replantear prioridades y convocar a un acuerdo nacional? ¿Hay en la oposición y la resistencia apertura y talento para participar y colaborar en ese propósito? ¿Hay en el conjunto de los partidos capacidad y fortaleza para sacrificar a los cuadros asociados con la delincuencia? ¿Hay la determinación de empresarios y banqueros de desprenderse de aquellos negocios, donde la faja de los billetes lleva por sello el del crimen?
Sin un plan de seguridad emergente y otro trascendente, sin la decisión de defender y rescatar en serio la soberanía podrá seguirse en la lógica de sortear, día a día, los desafíos del crimen y la tentación intervencionista del norte, dejando al azar lo que finalmente ocurra o ansiando que lo peor le suceda no a éste, sino el siguiente sexenio. Por pudor, sin embargo, convendrá decorar la pusilanimidad política y la impunidad criminal armando concursos de canciones y composiciones sin hacer la apología del fracaso acumulado por años.
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Vinculada o no a la delincuencia organizada, en la ejecución de Ximena Guzmán y José Muñoz, así como en la de millares de personas eliminadas por el crimen se recibió un mensaje y la respuesta no puede ser sino la del castigo, pero ello exige tomar una decisión nacional de fondo.