Los dichos no concuerdan con los hechos. Después de enviar otros 26 narcotraficantes a Estados Unidos, el Departamento de Estado actualizó su alerta de viaje para México, incorporando la categoría de la administración Trump que fija nuevos parámetros: el terrorismo.
Sus anteriores definiciones, como inseguridad y violencia, sobre las cuales fijaban las alertas, se convirtieron en terrorismo luego de la reclasificación del presidente Donald Trump a los cárteles de las drogas en febrero pasado, que cambió las reglas del juego. La alerta en papel es terrible al establecer que, salvo Campeche y Yucatán, en todos los estados hay riesgo de ataques terroristas, sembrando en el imaginario un Osama bin Laden tropical.
La realidad es diferente. Nada ha cambiado de fondo en el problema de la violencia e inseguridad en México, salvo que a los cárteles de las drogas ya no se les llama así, sino “terroristas”. Por lo demás, seguimos con un discurso maniqueo sobre el combate a la delincuencia, cifras manipuladas sobre homicidios dolosos, Culiacán en guerra, regiones bajo control del narco y una debilidad institucional imposible de ocultar con propaganda.
El fenómeno devastador para una sociedad sumergida en la violencia se ha normalizado, es una discusión que habría que tener en otro momento. No querer ver, o minimizar lo que está haciendo Estados Unidos, respondiendo a sus expresiones intervencionistas con palabras sin densidad, es otra cosa.
Estamos viendo en cámara lenta cómo avanza la construcción de condiciones para moldear la opinión pública de Estados Unidos y el mundo, en caso de que decidan actuar militarmente en México contra el narcotráfico. Es un método conocido. Washington, sin distinción de partido, ha utilizado como punta de lanza a los medios de comunicación de su país –históricamente brazo de la diplomacia de las cañoneras del Departamento de Estado–, para ir probando –mediante trial balloons– cómo responderían los gobiernos ante situaciones extremas donde violan leyes internacionales, y medir hasta dónde podrían llegar minimizando el costo político.
El ejemplo más reciente (2003) fue la forma como manipularon a la corresponsal de seguridad nacional de The New York Times para que, a través de ella, sembraran que Saddam Hu-ssein tenía armas de destrucción masiva en Irak, el argumento con el que el gobierno de George W. Bush justificó sus acciones militares en las Naciones Unidas y obtuvo el respaldo de una coalición de países para invadirlo y derrocarlo. Otro clásico fue la preparación mediática de la invasión de Panamá, cuando su líder, el general Manuel Antonio Noriega, pasó de ser aliado útil de la CIA durante los años de la Guerra Fría, a un dictador corrupto y violento, involucrado en el negocio de las drogas.
A través del Times, The Washington Post y las entonces influyentes revistas Time y Newsweek, comenzaron a publicar filtraciones de las diferentes agencias policiales y de inteligencia, al tiempo que comenzaron a salir expedientes judiciales de los tribunales de Miami donde vinculaban a Noriega con el Cártel de Medellín. En la televisión lo mostraban como una persona siniestra, con sus lentes negros, vestido con casaca militar y rodeado de escoltas armados. Un año antes de la invasión (1989) enviaron más tropas a la zona del Canal de Panamá, empezaron las sanciones económicas y se comenzaron a congelar cuentas panameñas en Estados Unidos.
El mismo método, reforzado, está saliendo en el caso mexicano: declaraciones en los más altos niveles sobre un gobierno que no gobierna, sometido a los cárteles de las drogas, cómplices por omisión de las organizaciones “terroristas” que trabajan con el gobierno de China para introducir fentanilo a Estados Unidos, intervención directa contra instituciones financieras mexicanas a las que acusa de ser parte de este entramado criminal, filtraciones sobre planes militares para enviar tropas a México para cazar a los líderes de los cárteles y recolección de inteligencia con aviones espías de la CIA que vuelan sobre territorio mexicano sin pedir autorización alguna al gobierno mexicano. Haber hecho visible que lo estaban haciendo, provocó que la presidenta Claudia Sheinbaum autorizara la colaboración de su gabinete de seguridad con la CIA, y empezó a recibir información sobre los cárteles, una forma de elevar la presión a México.
A base de los recursos retóricos y mediáticos, Sheinbaum ha ido cediendo ante las exigencias estadounidenses, como la incorporación de datos biométricos a las leyes, el plan contra la extorsión y el incremento en el combate al huachicol. Acciones como la entrega de los 26 narcotraficantes, reconociendo que aun desde la cárcel seguían operando y no podían contenerlos, son intentos de patear hacia delante la exigencia concreta de Washington: abrir procesos judiciales contra políticos y funcionarios de Morena vinculados con el crimen organizado.
Sheinbaum se resiste mientras que su aparato de propaganda se purifica en las declaraciones diplomáticas del gobierno de Estados Unidos para ocultar los déficit que tiene con Washington y seguir tendiendo cortinas de humo en México. La presidenta no es insensible a lo que está haciendo Washington, admiten altos funcionarios federales, pero debe pensar que puede escaparse hacia delante. Eso no va a suceder. El diagnóstico que tiene el gobierno estadounidense sobre el régimen es bastante negativo, como lo muestra el Reporte Sobre Derechos Humanos que dio a conocer el Departamento de Estado esta semana:
“Temas relevantes sobre los derechos humanos (en México) incluyen reportes creíbles de: asesinatos arbitrarios o ilegales, desapariciones, tortura o castigos inhumanos o tratamiento degradante, arrestos o detenciones arbitrarias, serias restricciones de la libertad de expresión y de la libertad de prensa, incluida la violencia o amenazas contra periodistas, y endurecimiento o amenazas de acusaciones civiles o criminales a fin de limitar la expresión; así como violencia y amenazas contra activistas y sindicalistas”.
Hay señalamientos que son herencia del pasado, pero hay algunas que ya le tocan a su gobierno, y que arrastra de la administración de Andrés Manuel López Obrador. En su conjunto, la visión que tiene Trump y su gabinete sobre México es muy negativa, y tratar de timarlos como hizo su predecesor no va a funcionar. A su favor, nada menor, es que sí tiene salidas políticas y diplomáticas que frenen una intervención militar, pero sabiendo cuáles son, debe encontrar la voluntad política para hacerlas.