Varios líderes de opinión han puesto en duda las verdaderas intenciones del fiscal general Alejandro Gertz Manero y, por consiguiente, de la presidenta Claudia Sheinbaum, de que la nueva investigación por corrupción en contra del expresidente Enrique Peña Nieto busque la justicia como el fin mayor.
Julio Hernández dijo que los señalamientos por presuntos delitos que se le hicieron en el gobierno de Andrés Manuel López Obrador quedaron sólo para el registro oratorio, y Roy Campos sugirió que es un mero distractor, porque la figura de Felipe Calderón para ocultar realidades se desgastó, y reemplazarlo con Ernesto Zedillo no prendió.
Ciro Gómez Leyva cuestionó: Si Gertz Manero actuó contra Peña Nieto a partir de una nota en un diario israelí, ¿por qué no hizo lo mismo con los hijos de López Obrador, protagonistas en reportajes con documentos y audios sobre su presunta injerencia en el adjudicamiento de contratos durante el gobierno de su padre?
En las líneas de pensamiento de los tres hay bases sólidas para las dudas, escepticismo, e incluso de que todo se trate de ruido, espectáculo y encubrimiento. Discrepan con la idea expuesta en este espacio, de que la decisión de investigar a Peña Nieto dejaba abierta la posibilidad de que el pacto de impunidad que negoció con López Obrador estaba roto, en buena parte porque el compromiso fue entre los expresidentes, sin que estuviera involucrada la actual presidenta. No se trata de competir por quién tiene la razón, sino de comprender qué será en el futuro. En el presente, lo que vemos es a dos personajes muy similares.
López Obrador construyó su carrera política sobre una narrativa de antagonismo, y su ascenso al poder fue posible gracias a la figura de un villano funcional: Peña Nieto. Lo llamó corrupto, lo acusó de traidor a la patria, y convirtió su figura en el símbolo del “viejo régimen” que prometía derribar. Pero seis años después, cuando el polvo del sexenio aún flota en el ambiente, el juicio de la historia comienza a perfilarse más incómodo para el tabasqueño. López Obrador no sólo no desmontó el sistema que juró combatir, sino que lo perfeccionó y, en algunos casos, lo empeoró.
Las comparaciones entre Peña Nieto y López Obrador no son antojadizas. Son, por momentos, inevitables. Peña Nieto cargó con el peso de escándalos como la Casa Blanca, la Estafa Maestra y el caso Odebrecht. A López Obrador lo persigue una causa similar: la Casa Gris de su hijo José Ramón López Beltrán, los monumentales fraudes en Segalmex y Birmex, que duplican cuando menos la corrupción de la Estafa Maestra, y contratos multimillonarios asignados de forma opaca a los amigos de su hijo Andrés Manuel, más conocido como Andy.
Peña Nieto fue crucificado, con razón, por el manejo turbio de la obra pública, sobre todo, en el nuevo aeropuerto en Texcoco. Pero López Obrador, mientras desmantelaba ese aeropuerto con argumentos de corrupción no comprobada, construyó obras aún más opacas.
El Tren Maya y la refinería de Dos Bocas acumulan sobrecostos multimillonarios sin licitaciones transparentes, protegidas además por decretos que las clasifican como “seguridad nacional”. En el mundo peñista, la corrupción se disfrazaba de legalidad. En el lopezobradorista, ni eso es necesario: basta con la palabra del presidente.
La retórica es el otro espejo. Peña Nieto era torpe, pero sabía callar. Y cuando debió hablar para salvar su sexenio y su fama pública, de nuevo calló. López Obrador, en cambio, hablaba todos los días. En esa verborrea diaria se diluyó la rendición de cuentas. Cada mañana, desde Palacio Nacional, desmentía, atacaba y tergiversaba. Todo se reducía a “yo tengo otros datos” y que las tropelías que le sacaba la prensa a sus cercanos, estaban inspiradas por sus “adversarios” que se resistían al cambio y querían que sus privilegios regresaran.
Pero la impunidad era la misma. ¿Cuántos altos funcionarios fueron juzgados en su sexenio? Cero. Emilio Lozoya, director de Pemex en el peñismo, el supuesto trofeo de la lucha anticorrupción, fue protegido y empoderado hasta que su historia dejó de servirle al relato presidencial. Peña Nieto nunca actuó contra funcionarios corruptos, cuyas denuncias comenzaron en su primer año de gobierno. López Obrador actuó, pero para defenderlos, como a Ignacio Ovalle, que cuando estalló el escándalo de Segalmex, dijo que priistas infiltrados en esa institución que él creó, lo habían engañado.
Peña Nieto hizo del PRI una maquinaria de corrupción electoral. López Obrador reeditó el guion con el uso político de los programas sociales, las giras disfrazadas de supervisiones y los recursos que fluyeron, sin freno, a las campañas de Morena en 2021, 2023 y 2024. Que nadie se equivoque: la estructura clientelar construida desde el Estado es hoy más robusta que nunca.
El programa Solidaridad que creó el entonces presidente Carlos Salinas, que golpeó al corporativismo y rediseñó la entrega de dinero para programas sociales, que pasó de los gobernadores a delegados de Pronasol, parece hoy un ensayo frente a los billones de pesos que ahora se entregan sin padrones auditables.
Donde Peña Nieto negoció con las élites en el Pacto por México, López Obrador lo hizo con la calle, elevando la entrega de recursos directos sin supervisión ni control al rango constitucional. Si la estrategia de Peña Nieto fracasó, la de López Obrador funcionó, medido en los votos que le entregó el electorado a Claudia Sheinbaum en la elección presidencial. Pero el resultado fue el mismo: el debilitamiento institucional.
Los órganos autónomos fueron golpeados, los contrapesos anulados y la justicia se volvió un arma. Igual que antes, pero con un lenguaje distinto. La transformación terminó siendo continuidad del priismo con otros modales.
En 2018, millones votaron para sacar a Peña Nieto y al PRI. Hoy, los paralelismos incomodan, pero son inevitables. El presidente que prometió barrer la corrupción de arriba hacia abajo dejó un legado de opacidad, favoritismo y silencio cómplice. Y, al igual que Peña Nieto, buscó protegerse tras su sucesora, porque en el fondo, uno y otro debieron comprender que la impunidad no era una anomalía del sistema político mexicano, sino el sistema mismo. López Obrador, como Peña Nieto, nunca quiso cambiarlo, sólo dirigirlo.