Amaya tiene 9 años, es negra y vive en una ciudad donde casi nunca se ve en los anuncios. En el camino a la escuela, los espectaculares repiten el mismo rostro: mujeres rubias, de ojos claros y piel blanca. Una tarde, mientras revisa videos con su mamá, aparece un comercial de una marca de ropa: la actriz Sydney Sweeney sonríe y dice que se ve así porque tiene “buenos genes”. Amaya calla. Y ese silencio dice mucho.
Lo que parece una simple frase es, en realidad, una afirmación de poder: ser blanca, ser delgada, ser joven es tener “buenos genes”, y lo demás... es carencia.
Este no es un debate sobre estética. Es sobre dignidad. Los medios no solo venden productos: modelan imaginarios. Deciden quién es visible y quién no. Qué cuerpos merecen aplauso, qué colores de piel representan “el éxito” y cuáles quedan fuera. En ese filtro estético, millones de personas no caben.
Y cuando la representación se concentra en un solo molde, la exclusión se vuelve sistémica. No solo simbólica. También social, económica e institucional.
La publicidad lo demuestra con datos: en países como Brasil y Estados Unidos, se necesita gastar hasta un 15% más en campañas con modelos negras para alcanzar el mismo impacto que con modelos blancas. Un estudio de la Universidad de Cornell, que analizó más de 300 mil imágenes en revistas de moda, reveló que la piel blanca domina las portadas y que los cuerpos retratados responden a un patrón homogéneo.
En México, un estudio conjunto de UNICEF y el Instituto Geena Davis analizó 400 anuncios de TV y medios digitales durante 2019 y 2021, y encontró que ocho de cada diez personajes aparecen con tonos de piel claros o medio claros, lo que confirma hasta qué punto el ideal de “buenos genes” está relacionado con el blanqueamiento del imaginario publicitario.
En ese rubro, solo 3 de cada 10 personas que trabajan en publicidad son racializadas. En el Reino Unido, 1 de cada 6 personas negras ha sufrido racismo dentro de su agencia.
Y esto importa porque quienes están detrás de cámaras también deciden qué realidades se muestran. En el cine, la desigualdad es igual de clara: en más de 90 años de historia de los premios Oscar, solo una mujer negra ha ganado como Mejor Actriz. Una sola.
Esta falta de representación no es inocua. Se refleja en desigualdades estructurales: en Estados Unidos, las mujeres negras tienen 3.5 veces más probabilidades de morir durante el parto que las mujeres blancas. En Brasil, una persona negra tiene casi tres veces más probabilidades de ser asesinada. Los delitos de odio racial siguen siendo los más frecuentes y más de la mitad se dirigen contra personas negras.
Por eso, no es exagerado decir que la forma en que nos vemos (o no nos vemos) en medios y publicidad puede marcar trayectorias de vida. Puede abrir posibilidades o cerrarlas. A veces, puede incluso salvar vidas. Como dijo la presidenta Claudia Sheinbaum en su conferencia matutina: “no al racismo, no al clasismo, no a la xenofobia”. Esta no es una consigna: es una tarea política y cultural que debe asumirse desde el Estado y también desde las industrias.
Quienes trabajamos por la justicia social no podemos ignorar esta dimensión cultural de la desigualdad. Porque así como la pobreza se combate con salario digno, pensiones o programas sociales, también se combate con representación, con narrativas incluyentes, con pantallas que reflejen la diversidad real de nuestras sociedades.
La dignidad no es solo una política económica. También es una política cultural.
Desde la Conferencia Interamericana de Seguridad Social sostenemos que el bienestar se construye de muchas formas: con políticas que garanticen salud, cuidados, seguridad laboral, pero también con políticas públicas que aseguren que todas las personas —sin importar cómo se ven o dónde nacieron— sean reconocidas, respetadas y visibilizadas.
El bienestar empieza cuando dejamos de asumir que hay cuerpos que valen más que otros. Cuando entendemos que no hay genes “mejores”, sino derechos pendientes.
Por Amaya, y por millones que, como ella, merecen verse y ser tratadas como lo que son: protagonistas de la realidad, no notas al pie.