Año Cero

El peligro del terrorismo

Con independencia del debate sobre cómo nombrar este crimen, lo que esperamos y necesitamos es que el Estado se especialice en prevenirlo.

En ocasiones, las sociedades se acostumbran a ciertos estallidos de violencia y pierden de vista lo que realmente representan. Nombramos los hechos con ligereza, suavizamos conceptos o los reducimos a explicaciones cómodas. Pero en ese ejercicio también se diluye la capacidad de comprender el verdadero alcance de lo que enfrentamos. Cuando minimizamos el tamaño del fenómeno o lo encasillamos bajo categorías equivocadas, dejamos abiertas las puertas para que la violencia evolucione sin resistencia. Cuando un país se niega a llamar terrorismo a lo que –por definición– es terrorismo, termina desarmado frente a quienes han decidido usar el miedo como herramienta de poder.

Es menester llevar cuidado con las palabras. Hay que valorar bien y entender que los fenómenos de violencia, más allá de la singularidad de cada territorio donde ocurren, suelen compartir un eje común. El anarquista que asesinó a la emperatriz Isabel de Baviera, Sisi, reina de los húngaros, no la tenía a ella como objetivo. Buscaba a un acaudalado europeo del que tenía información de que estaría en Ginebra ese día. Los dos anarquistas italianos descubrieron, ya sobre el terreno, que aquel magnate había cancelado su viaje.

Sin embargo, la prensa había anunciado que Sisi estaría en la ciudad. Y así, con la lógica fría de “aprovechar el viaje”, averiguaron qué ferry la traería, la esperaron en el muelle y la atacaron con un estilete directo al corazón. Fue terrorismo. Mataron a la emperatriz de Austria y ese atentado, aunque no fue el detonante inmediato de un conflicto global, sí formó parte del clima de violencia política que terminaría alimentando el ambiente que precedió a la Primera Guerra Mundial.


Cuando hablamos del coche-bomba que estalló en Michoacán, da igual si quienes lo colocaron lo hicieron frente a un establecimiento al que acude cualquiera a comprar desde paletas hasta carne. Sabían lo que estaban haciendo. Sabían que instalar un artefacto explosivo en un espacio público significa provocar terror, matar inocentes, enviar un mensaje. Eso es terrorismo.

Por más que la Fiscalía General de la República se empeñe en catalogar este atentado como un “delito de delincuencia organizada”, no podemos seguir evitando llamar a las cosas por su nombre. Mataron a cinco personas y dejaron heridas a muchas más. Y lo que no debemos permitirnos –especialmente quienes no hemos vivido con la crudeza europea los golpes del terrorismo– es no entender la gravedad de lo ocurrido. México no puede normalizar este tipo de ataques.

Siempre me he preguntado si los cárteles, tan enraizados, tan cómodos, tan imbricados en la vida económica y social de distintas regiones, aceptarían desaparecer sin recurrir a la violencia extrema. Y siempre he creído que más temprano que tarde México estará obligado a recuperar la paz mediante una victoria clara del Estado, porque si no, deberemos resignarnos a vivir bajo la otra violencia: la de los cárteles. Esa convicción conduce a una consecuencia inevitable: en defensa de su poder, esas organizaciones recurrirán a cualquier método. Y el coche-bomba será apenas el inicio. El primer peldaño de una guerra que tiene a la violencia como parte de su ADN.

El secretario de Seguridad, Omar García Harfuch, e instituciones como la FGR deben tener claro que la ideología no define al terrorismo. No hace falta ser comunista revolucionario ni fascista de ultraderecha para merecer ese calificativo. Terrorista es quien, sin importarle las consecuencias y buscando infligir el mayor daño posible, instala un coche-bomba para hacerse notar, para irrumpir en la vida cotidiana mediante el terror indiscriminado. Por eso, sin entrar en discusiones inútiles sobre definiciones, este hecho debe asumirse como una advertencia: México debe prepararse frente al terrorismo.

La situación actual y los enemigos de nuestra paz son tan poderosos que sería insensato creer que, porque no levantan banderas políticas tradicionales, no son terroristas. Lo son. Y lo más grave es que están plenamente dispuestos a emplear cualquier instrumento para mantener su cuota de poder en este país.

Conviene recordar que Pablo Escobar, en los años 90, pactó con miembros de ETA y los llevó a Colombia para aprender técnicas de coches-bomba, aviones-bomba y explosivos improvisados. Lo hizo con un propósito claro: si él no podía vivir en paz disfrutando del dinero obtenido del crimen, entonces nadie en Colombia debía vivirla. El mensaje era simple: cualquier herramienta servía para destruir la paz social.

En México, esta reflexión se vuelve aún más inquietante a la luz de los hechos recientes. A poco más de un mes del asesinato de Carlos Manzo, alcalde de Uruapan –asesinado el 1 de noviembre de 2025, en un ataque vinculado a estructuras criminales del Cártel Jalisco Nueva Generación– Michoacán vuelve a ser noticia.

No ha sido suficiente implementar el tan llamativo “Plan Michoacán por la Paz y la Justicia”, estrategia con más de 100 acciones y una inversión superior a los 57 mil millones de pesos implementada directamente desde el gobierno federal con el objetivo de recuperar el control territorial, reforzar la seguridad, mejorar la justicia y reconstruir el tejido social de la entidad. Es increíble que con un plan con esas capacidades y alcance no haya bastado para evitar que, a menos de un mes de su implementación, un coche-bomba estallara en una zona urbana concurrida.

No es una coincidencia. Es parte de una misma secuencia: la violencia como reacción directa a un Estado que pretende recuperar espacios que los criminales consideran suyos. La muerte de un alcalde, la presentación de un plan de pacificación y un coche-bomba forman un mismo relato: los cárteles responden con terror cuando sienten que su dominio está siendo amenazado.

Con independencia del debate sobre cómo nombrar este crimen, lo que esperamos y necesitamos es que el Estado se especialice en prevenirlo. Que no perdamos tiempo calificando lo que todos sabemos qué es.

Hoy, aquí y ahora, estamos inmersos en la posibilidad real de un ataque terrorista masivo. Prepararnos para ese escenario dejó de ser una opción para convertirse en una obligación del Estado mexicano. De lo contrario, el terror seguirá ocupando los espacios que la autoridad ceda, impondrá su propia lógica de convivencia y terminará dictando las reglas bajo las cuales viviremos.

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