Año Cero

Las bases del imperio

Mucha gente considera que, al final, quien le abrió la puerta a Donald Trump fue Barack Obama. La sola idea de tener a un afroamericano en la Casa Blanca —y no precisamente para servir el té— resultó insoportable para una parte del electorado estadounidense.

Todo el mundo sabe que un imperio, para serlo, necesita tener reivindicaciones territoriales, buenas legiones o, en los tiempos actuales, ejércitos capaces de desarrollar lo que Metternich definía como “la diplomacia por otros medios”. Y, sobre todo, debe contar con una guía, un faro único que oriente la conducción de la sociedad. Adolf Hitler lo entendió muy bien.

Antes de continuar, aclaremos algo: no se trata de comparar a los gobernantes actuales con el dictador alemán. Pero Hitler comprendió con precisión que, para consolidar una dictadura, no basta con aplastar o convencer a los enemigos; también es necesario impedir que la sociedad tenga tiempo de pensar. La clave está en imponer una dinámica, una velocidad, que no permita rectificar lo que ya se ha hecho.

La quema del Reichstag, atribuida a un comunista providencial, le sirvió al nuevo canciller alemán para suspender las garantías constitucionales, proclamar el Estado de sitio y crear los primeros campos de internamiento —que después se convertirían en campos de exterminio—. El primero fue Dachau. Curiosamente, la historia tiene un oscuro sentido del humor: aquel campo, ubicado en la romántica carretera bávara entre Múnich y los Alpes, se encontraba en la misma ruta hacia el Berghof, el Nido del Águila, donde Hitler paseaba con su compañera y su perro mientras contemplaba, desde la altura, la expansión de su imperio.


Un imperio que no tenga ambiciones territoriales, agresividad y ejército no es un imperio. Por eso, el segundo mandato de Donald Trump comenzó con la insólita reclamación de Groenlandia. Comenzó con el discurso de la “restitución de Estados Unidos”. Nombró a un alto oficial con experiencia en Irak como nuevo secretario de Guerra —no de Defensa—, dejando claro que la vocación del imperio no era la protección, sino la expansión.

Trump sabe que parte de su éxito depende de acabar con Washington tal como se conoce, y de sembrar la duda en los jueces sobre si vale la pena defender el orden constitucional que él mismo desafía cada día. También sabe que el tipo de gobierno que desea construir se basa en no dar tiempo. Todo debe ser rápido, urgente, inmediato.

Por eso hay que darle, sin exagerar, la importancia que merece la elección del pasado 4 de noviembre, justo un año después de su victoria aplastante sobre Kamala Harris y del castigo electoral que los votantes infligieron al Partido Demócrata por su pérdida de rumbo. Han votado contra Trump estados clave: Virginia, que es mixto; Nueva Jersey, mayoritariamente demócrata; y California, la gran mancha azul en medio del océano rojo que representa hoy el mapa político estadounidense.

Pero la mayor provocación vino de la ciudad de Nueva York, capital del mundo, la ciudad que nunca duerme, la misma que ha protagonizado las mayores audacias del siglo XX y también las más profundas regresiones del siglo XXI, desde la caída de las Torres Gemelas. En esa ciudad, los votantes eligieron como alcalde a Zohran Mamdani, de 34 años, musulmán y socialista, quien obtuvo la ciudadanía estadounidense hace siete años. Su victoria simboliza una ruptura con el viejo orden neoyorquino: representa a una nueva generación que reivindica el derecho a vivir, trabajar y gobernar en una ciudad marcada por la desigualdad y el poder financiero.

Nueva York no es precisamente un lugar para experimentar con impuestos, alquileres o regulaciones que afecten los intereses de los grandes propietarios de edificios, departamentos o townhouses. En Nueva York hay mucha pobreza, pero también mucha riqueza. Ha sido siempre el termómetro del mundo, la ciudad que dicta tendencias financieras a través de Wall Street. Vale recordar que fue un antiguo gobernador de Nueva York —Theodore Roosevelt— quien, tras ocupar la jefatura de policía de la ciudad y llegar a la presidencia de Estados Unidos, impulsó la creación de la Reserva Federal para limitar el poder de J.P. Morgan y sus aliados, y garantizar que el Estado mantuviera el control sobre sus finanzas.

Trump no se ha terminado, pero tendrá que asumir que, al menos en las dos costas y en el equivalente a un tercio del país —las trece colonias originales más California—, no tiene todavía la sumisión absoluta necesaria para imponer su voluntad sin resistencia. Sin embargo, la América profunda, esa que guarda más de 400 millones de armas en manos privadas, podría considerar que los demócratas no tienen remedio y que, como en el sur hace siglos, necesitan una “lección militar”. O quizá Trump opte por mantener la radicalidad de fondo mientras cuida las formas, para evitar que se descomponga su gran jugada.

¿Y cuál es su gran jugada? Rediseñar los condados. Porque los condados determinan el número de representantes en la Cámara de Representantes. De ahí la importancia de los comicios en California, donde el gobernador demócrata, enfrentado abiertamente a Trump y probable contendiente en la próxima elección presidencial, ganó con una sólida ventaja. Eso significa que podrá influir en la configuración de los condados antes de la próxima elección, lo que obligará a Trump a ajustar su estrategia para lograr una mayoría “a la medida” de su programa político en la América profunda.

Nada es definitivo en política. Todo lo que sube, baja. Pero todavía, afortunadamente, las bases de la república del norte siguen vivas, al menos de costa a costa.

Mucha gente considera que, al final, quien le abrió la puerta a Donald Trump fue Barack Obama. La sola idea de tener a un afroamericano en la Casa Blanca —y no precisamente para servir el té— resultó insoportable para una parte del electorado estadounidense.

Esa herida simbólica llevó a muchos a buscar, entre los suyos, a alguien que encarnara la revancha: un personaje con una visión más cinematográfica, más salvaje, y protegido por la ambigüedad del sistema legal, político y social norteamericano.

No hay que olvidar que, del mismo modo que Barack Obama fue una nota de color en la historia de Estados Unidos, Trump también lo es. Uno por su origen afroamericano; el otro, por su ascendencia alemana y su inconfundible cabello entre rubio y naranja.

COLUMNAS ANTERIORES

¿Quiénes somos?
La Francia eterna

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.