Año Cero

¿Quiénes somos?

Lo que el país necesita no es una ideología cerrada ni una dependencia disfrazada de dignidad, sino la posibilidad real de construir desarrollo, bienestar y libertad.

Hay quien piensa que el día en que una bala rozó la oreja de Donald Trump no sólo le aseguró la presidencia, sino que marcó el inicio de su ascenso hacia los altares políticos. “Polvo somos y en polvo nos convertiremos”, pero mientras tanto, la sangre –ese río que conecta el corazón con el pensamiento, las ideas con los sentimientos– sigue siendo el motor de las pasiones y las elecciones humanas.

La sangre, pero sobre todo, la voluntad y el instinto personal son imanes poderosos. Definen a quién seguimos, quién nos convence o quién no le conviene. Y hoy, más que nunca, México necesita preguntarse quién es. ¿A qué órbita pertenece y a qué mundo quiere unirse?

¿Será posible que el expresidente Luis Echeverría, con su idea de liderar el movimiento de los países no alineados, hubiera visto algo que nosotros no? ¿Que anticipara un papel singular para México, ni subordinado ni aislado, sino puente entre potencias?


En este momento, el planeta vive la mayor polarización de su historia reciente, quizá la más intensa desde las guerras entre Atenas y Esparta. Sin embargo, nosotros seguimos invocando una falsa neutralidad, como si nos apegaramos estrictamente –aunque falsamente– a la llamada “doctrina Estrada” al no tener postura o injerencia en asuntos ajenos, cuando en realidad nunca ha sido así.

Nos comportamos como si fuéramos, al estilo de la vieja India, un planeta desconocido dentro del universo global. Ya no somos, salvo por geografía o voluntad divina, parte de Norteamérica. Y sin embargo, tampoco pertenecemos a ningún otro bloque.

¿Estamos tan embelesados con nuestra verdad, con los distintos pisos de la llamada “Cuarta Transformación”, que hemos perdido de vista el lugar que ocupamos en el mundo? A estas alturas, confieso que daría algo por saber qué es realmente la “4 qué”. Porque, más allá del discurso, no sé si se trata de un modelo de desarrollo, un proyecto moral o una simple venganza por parte de Dios al ponernos tan cerca de Estados Unidos y tan alejados de él.

Visto lo visto, innevitablemente me pregunto: ¿de verdad creemos que nuestro destino se parece y se relaciona al de Cuba, Venezuela, Nicaragua o Corea del Norte? ¿Eso es lo que queremos para nuestro pueblo? Porque, más allá de las ideologías –que sin duda son necesarias–, hay algo más elemental: el estómago. Antes de tener o adoptar ideologías, hay que tener qué asegurar que los estómagos estén llenos. Porque cuando los estómagos se vacían, es cuando las revoluciones comienzan de verdad.

Nos sentimos satisfechos cada vez que el jefe en Washington nos concede un plazo, una tregua o una semana más sin sanciones. Nos alegramos de que la penalización no sea tan dura “porque somos morenos” y, además, porque representamos la mayoría de la inmigración que él no quiere ver ni le gusta. Sin embargo, en nuestro eterno mundo de contradicciones, cada vez que tenemos oportunidad nos enorgullecemos por ser solidarios con aquellos gobiernos que contrastan con los intereses estadounidenses, como es el caso de Cuba o Venezuela.

Nos levantamos el cuello cada vez que vemos hacia fuera, olvidándonos que la verdadera urgencia está en casa. ¿Por qué no mostramos la misma solidaridad con Chiapas? ¿Quién ayuda a Guerrero? ¿Qué haremos con todos aquellos que, cuando suba el costo de la vida, descubran que las pensiones del Estado de bienestar no alcanzan ni son suficientes?

¿Somos un país de subsidios o un país de desarrollo? Esa es la pregunta central. Nos definimos más por lo que negamos que por lo que somos. No somos chairos, decimos. No robamos… o al menos eso es lo que esperamos cuando terminen las investigaciones en curso. Pero, mientras tanto, seguimos en una tierra de nadie: sin el crecimiento económico que nos permitiría pertenecer al mundo desarrollado ni tenemos la convicción política para declararnos parte de otro.

Nuestros gobernantes tienen derecho a sus simpatías, incluso a sus alianzas. Lo que no tienen derecho es a arrastrar al país hacia modelos fracasados. El futuro que proponen no puede ser el de Managua –que sobrevive gracias al auxilio de China y Rusia– ni el de La Habana, donde la oscuridad es literal y simbólica. No queremos para nuestras ciudades un destino que dependa de la carencia.

México no puede aspirar a reproducir la miseria disfrazada de soberanía. No puede volverse un país donde la desesperación se convierta en industria –como lo fue en tiempos de Fidel Castro, cuando exportó soldados y carne humana en las guerras de Angola y Mozambique–.

Lo que el país necesita no es una ideología cerrada ni una dependencia disfrazada de dignidad, sino la posibilidad real de construir desarrollo, bienestar y libertad. Una nación en paz que no se divida por el odio ni por el resentimiento, que no viva de subsidios sino de oportunidades.

En cualquier caso, la pregunta que atraviesa toda la historia humana sigue siendo la misma: ¿quiénes somos y hacia dónde vamos? No es una cuestión filosófica: es una necesidad práctica. De esa respuesta depende cómo organizamos nuestra vida, cómo construimos nuestro destino y cómo decidimos si lo que tenemos es realmente nuestro o sólo un préstamo, caro y frágil, del tiempo y la historia.

Epílogo: Llevamos más de 500 mil muertos en los últimos 20 años en este país. Muertos generados por una violencia que tiene muchas causas, pero una raíz común: la pérdida del control del Estado frente a los grupos criminales que se disputan el poder entre sí y contra todos los demás.

Nunca se sabe cuál será el último muerto, ni cuál será el definitivo. Pero tengo la impresión de que, en este momento de cambio –en que se intenta modificar tanto en lo político como en lo social–, la muerte del alcalde de Uruapan marca algo distinto. Un punto de inflexión.

No es sólo otra tragedia. Es una herida que duele más porque representa la soledad del valor. Tenía 40 años e hijos pequeños. Tenía valor. No creía en el silencio ni en la pasividad ni en la complicidad.

Murió solo. Los valientes siempre mueren solos.

Que descanse en paz.

COLUMNAS ANTERIORES

La Francia eterna
En los tiempos de la fuerza

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.