En 1992, la reina Isabel II utilizó la expresión annus horribilis para describir un año particularmente difícil marcado por escándalos familiares, divorcios e incluso un incendio en el Castillo de Windsor. La frase en latín, que significa “año horrible”, sirvió para resumir no sólo desgracias personales, sino también una sensación de detrimento institucional de la monarquía británica
Hoy, sin necesidad de incendios ni divorcios reales, la política mexicana atraviesa algo similar: no un año, sino un verano horribilis, cuyo saldo aún no termina de contabilizarse, pero cuya factura política ya se empieza a sentir.
La condición humana –en su expresión urbi et orbi– frente al poder, por el miedo que este le impone, muchas veces tiende a decir la verdad por capítulos, en partes o mediante aproximaciones que eviten la confrontación directa.
Cuando se critica al poder –si es que aún lo es y si aún tiene la capacidad de generar miedo– uno intenta decir la verdad hasta cierto punto y sin meterse en problemas. Esa es la razón por la que, en ocasiones, cuesta tanto llamar las cosas por su nombre. Sin embargo, no hay manera de poder entender el estado actual de la política mexicana sin empezar por aceptar y decir que este verano ha sido un desastre.
El problema no es que los políticos mexicanos se vayan de vacaciones. El ser humano necesita descanso, distracción y más, cuando se tiene la tan aparentemente complicada tarea de intentar decidir qué es lo que le conviene al país. Ojalá el gran escándalo nacional fuera la clase de champaña que toman, si viajaron en primera clase o si su bronceado lo pagan con dinero público. De hecho, creo que a México le iría mucho mejor si se la pasaran siempre en la playa, en Europa o en cualquier lugar lejos del Congreso, sin tocar ninguna palanca de poder ni mover una sola coma de las leyes. Ese sería el país ideal: uno donde lo más preocupante fuera cómo descansan sus funcionarios más allá de las ocurrencias que van teniendo en el camino.
El problema va más allá del partido que gobierna, de sus mayorías y de su operación bajo un sistema de desgaste acelerado y bajo una implosión programada y una simulación sostenida. El verdadero problema es que el verano llega a sus últimos días y los que estaban de vacaciones empiezan a planear su regreso a las actividades. ¿Recuerda el nerviosismo que sentía el día previo al primer día de clases? Pues la sociedad mexicana siente algo similar ante esta situación.
Por otra parte, me gustaría dejar por escrito que la presidenta Sheinbaum merece un voto de confianza. Yo mismo creo que el mundo será mejor cuando las mujeres ejerzan el poder con la misma o mayor legitimidad, disciplina y eficacia que los hombres lo han hecho históricamente. Pero también es verdad que ha llegado el momento de exigir claridad. Porque lo que está en juego no es su capacidad individual, sino el lugar que ocupa dentro de una maquinaria política que, hoy por hoy, no responde ni obedece a nadie.
La presidenta sabe, lo diga o no, que dentro de su propio partido ha iniciado una rebelión. También es consciente que a su antecesor le bastaron un par de mañaneras para deslegitimar y acabar con el Poder Judicial. Y, le cueste admitirlo o no, sabe también que por muchas mañaneras que dé, está en medio de una separación total de poderes.
Todo mexicano tiene una fuerte carga en su ADN de ser obediente y fiel hasta el final. Sin embargo, la lealtad dura hasta que una oportunidad más llamativa aparece. El problema no es nuevo. Está impreso en nuestra historia política.
Hoy, el Poder Legislativo actúa como si no tuviera jefa, ni proyecto, ni urgencia. Y en ese desorden, lo único que se impone es el ruido. El eco repetido de una narrativa sin alma, la lucha entre tribus, los cálculos internos y las señales cruzadas que muestran –sin necesidad de decirlo– quién toma realmente las decisiones... y no es ella.
La implosión es constante y, por si fuera poco, la oposición hace mucho tiempo que ni está ni se le espera. La política en México hoy no sólo se caracteriza por la desaparición de cualquier alternativa, tampoco sólo por el monopolio programático y asomático diario del partido único, sino por la demostración permanente, y con cinismo, de que aquí quien manda en realidad no lo hace.
Llamando las cosas por su nombre, el Poder Legislativo actualmente es superior al Ejecutivo. Y el Judicial…simplemente ha dejado de existir. Se ha degradado a tal punto que su regeneración dependerá –si hay suerte– de lo que pase en los próximos dos años. Si bien nos va, quizá volvamos a tener un poder que merezca ese nombre.
El problema es profundo. Somos un país formado, educado y moldeado en la obediencia absoluta al tlatoani, con una fe ciega en que los presidentes no se equivocan. Pero hoy, quien manda, quien da las órdenes y quien decide, no es la presidenta.
Estamos en una situación que no es buena, ni mala, ni regular: simplemente es. Y en medio de eso, la gran pregunta que debemos hacernos todos los días es: ¿qué está esperando la doctora Claudia Sheinbaum? ¿Qué le impide tener –o imponer– un Poder Legislativo que la acompañe en la visión que dice tener sobre cómo gobernar este país?
Porque sí, las encuestas seguirán mostrando popularidad, pero cada vez se parecen más a decorados de cartón piedra. Porque más grave que no tener poder, es tenerlo y que nadie se lo tome en serio. Ojalá estuviéramos discutiendo sobre boletos de avión y hoteles cinco estrellas. Ojalá el escándalo fuera que descansan mucho. Pero la tragedia real es cuando están activos y se enfocan no a legislar, sino a desmantelar. No a gobernar, sino a deformar.
Ideal sería que el debate nacional se centrara en los lugares que visitaron o sus compras. Estaría bien que ese fuera el verdadero problema. No lo es. Ya que lo preocupante no es cómo descansan, sino cómo gobiernan. Y la respuesta, por ahora, es que –entre tantas fotos, filtraciones y paparazzis encubiertos– ni descansan bien… ni gobiernan. Y es que, viendo cómo lo hacen, uno empieza a sospechar que las vacaciones no son un paréntesis ni un descanso, sino su estilo de gobierno.