Quien aún no se ha dado cuenta de que el mundo cambió para siempre, sencillamente no está preparado –ni dispuesto– a vivir el tiempo que nos tocó vivir.
En México llegamos a un punto crítico. No se trata de un sexenio, ni de un periodo presidencial. Es algo mucho más profundo: estamos presenciando una transformación radical en la forma de ejercer el poder, de organizar el Estado y de entender la democracia misma.
La llamada “crisis de la democracia” es, en realidad, una crisis de gobernanza. Y conviene decirlo con claridad: gran parte de esta crisis tiene su origen en los propios gobiernos democráticos que, lejos de fortalecer el sistema, lo han vaciado de sentido. Hoy vemos con asombro cómo en buena parte del mundo –incluyendo países que han sido referentes por décadas– la legalidad ha dejado de ser una referencia sólida. Se ha evaporado, o al menos, ha perdido su vigencia práctica.
Estados Unidos, por ejemplo, vive una situación inédita: una resolución de su Suprema Corte le otorga a Donald Trump –y solo a él– una inmunidad política que anula los límites temporales que podrían frenar sus acciones. La justicia, antes garante del equilibrio institucional, queda reducida al criterio de la Corte Suprema, desplazando al resto de los poderes judiciales. Es un golpe silencioso, pero profundo, a la noción misma de contrapeso.
Y en México, ¿qué podemos argumentar? Lo que ocurre es apasionante por lo inédito del contexto.
Desde la disolución del Estado funcional emprendida por Muamar el Gadafi en Libia –cuando sustituyó toda la estructura estatal por la Yamahiriya, una asamblea simbólica que sólo validaba sus decisiones mientras compartía leche de camella bajo su jaima–, no habíamos visto algo semejante. Hoy México parece recorrer una ruta propia, que es a la vez audaz y desconcertante.
¿Será que México, una vez más, está destinado a marcar el rumbo del mundo? No sería la primera vez. En su historia ha demostrado una sensibilidad casi instintiva para anticipar los grandes cambios globales. La Constitución de 1917, por ejemplo, fue tan visionaria que consagró derechos sociales que luego inspirarían constituciones de países tan distintos como la Unión Soviética. Se dice, con razón, que Stalin se basó en ella para redactar su propia Carta Magna. Tal vez sin saberlo, los constituyentes de Querétaro escribieron un documento que cruzó fronteras, épocas y marcó una forma de gobernar.
Pero el gran fracaso –aquí y en todas partes– fue otro, ya que, en la práctica, nunca se cumplió realmente el mandato de esa Constitución. La distancia entre los principios y su aplicación fue, y sigue siendo, abismal.
Mientras tanto, el escenario internacional se vuelve cada vez más surrealista. ¿Cuándo se había visto que un presidente estadounidense regañara públicamente al Tribunal Supremo de Israel para que archive una investigación contra Benjamín Netanyahu? Es irónico, Israel se niega a integrarse al Tribunal Penal Internacional porque “no cree” en la justicia universal, pero sí acepta que un país extranjero intervenga en sus procesos judiciales internos.
No me diga que no es desconcertante. Usted, como muchos, creció con la noción –aprendida en libros, pero también alimentada por redes sociales como Facebook, Instagram y TikTok– de que existen leyes, instituciones y contrapesos legales y jurídicos. Con la idea de que hay consecuencias cuando se violan las normas y de que la democracia, a pesar de su propia imperfección, por lo menos tenía reglas compartidas.
Pues olvídelo. Todo eso pertenece a un mundo que ya no existe. Es historia. Es parte de un tiempo en el que, durante unos 200 años, las democracias experimentaron lo que significaba votar, ser libres y alternar gobiernos. Un tiempo que se perdió no por conspiraciones oscuras, sino por algo más simple y triste: la mediocridad de los gobiernos, la torpeza de sus líderes, la desconexión entre educación y cultura cívica.
Hoy vivimos en una era distinta. Una donde es posible –y esto no es una exageración– ver al presidente de Estados Unidos inaugurar no cárceles comunes, sino prisiones rodeadas de cocodrilos, pitones y enjambres de mosquitos para encerrar migrantes sin antecedentes criminales. Personas cuya única “falta” fue intentar cruzar una frontera.
“Alligator Alcatraz”, un nuevo Alcatraz –aunque ahora ubicado en Florida–, pero en versión libia. Y, por si fuera poco, el hecho de que en pleno siglo XXI se está creando un nuevo centro de detención de migrantes, Trump aún tiene la osadía de bromear diciendo: “Las serpientes son rápidas, pero los cocodrilos... vamos a enseñarles cómo escapar de un cocodrilo. Si escapan de la prisión, no corran en línea recta, corran en zigzag. Tal vez así, por lo menos, tengan un 1% de probabilidad de sobrevivir”.
Irónico, sobre todo si recordamos que el mismo Trump proviene de una familia de migrantes. Pero más que eso, la inauguración de este centro demuestra lo cruel e inhumana época en la que estamos viviendo. Un abismo del que aún desconocemos cuál será su fondo.
La crisis de la justicia, la crisis de la democracia y el ascenso de personajes que rozan la caricatura en el poder no son anécdotas aisladas. Son síntomas. No es momento de temblar de miedo, sino de pensar seriamente cómo sobrevivir a esta nueva época. Porque lo único que está claro… es que el mundo que conocimos sencillamente, ya no volverá.