Año Cero

La locura es contagiosa

No fue una sorpresa, la guerra entre Israel e Irán es un conflicto que había sido alentado desde hace décadas.

En Estados Unidos, las imágenes de migrantes deportados de forma sistemática, sin piedad y con brutalidad como si fueran escenas de otro tiempo, de otro lugar y de otro planeta. En España, un océano de corrupción asfixia al gobierno de Pedro Sánchez. Y al otro lado del planeta, el inevitable ataque sobre Teherán –y posteriormente la respuesta del gobierno iraní– se convierte en el detonante de una guerra más, dando la impresión de que, definitivamente, la locura es contagiosa y trasciende fronteras.

No fue una sorpresa, la guerra entre Israel e Irán es un conflicto que había sido alentado desde hace décadas. Era una guerra no solamente anunciada, sino fomentada, perseguida, buscada, dentro de las contradicciones de los sistemas y de esa capacidad tan fantástica que ha demostrado a lo largo de la historia de Israel para tener que matar al Goliat de turno después de haber ayudado de manera definitiva a la creación de este grigante.

¿Dónde estaban entonces los sabios de Sion? ¿Qué papel jugaron los judíos alemanes –tan alemanes como judíos– durante la etapa que precedió a la destrucción y catástrofe nazi? Fueron múltiples los factores a los que se les puede atribuir la tragedia: del Tratado de Versalles, de la ceguera política, de la locura de la época. Konrad Lorenz dijo: “La agresión se hereda tanto en animales como en humanos y no se puede modificar”. Sin duda alguna, no podría describirse de mejor manera lo vivido en el pasado y lo que está sucediendo en nuestro presente.


Siempre ha circulado –como una propaganda oscura– la versión de que algunos prominentes empresarios judíos colaboraron en los primeros pasos del ascenso de Hitler, facilitando su llegada a la Cancillería… y con ello, el inicio del Holocausto.

Después –mucho después–, y eso sí lo viví en carne propia, hubo un tiempo en que la mayor amenaza a la seguridad de Israel provenía de las oleadas de terroristas entrenados en el Valle de la Becá, en el Líbano, y del juego ambiguo de la OLP bajo el mando de Yasser Arafat. Hay quienes sostienen, incluso, que Hezbollah alcanzó su fuerza como consecuencia de tener que defenderse de los ataques de la propia OLP. Como se ve, hay enemigos reales, pero también enemigos que uno mismo fabrica... o que termina fortaleciendo.

Realmente, ¿la locura es contagiosa? No lo sé. Pero lo que sí sé, y tengo cada vez más claro, es que estamos viviendo tiempos profundamente enloquecidos.

Con todos los frentes abiertos que tiene Donald Trump, es comprensible que busque aligerar la presión sobre el gobierno mexicano. Pero no nos engañemos. Estamos en un momento tan tenso, tan saturado de conflictos, que podría ocurrir –repito, podría– que se atenuara la gravedad de la relación bilateral. No por resolución, sino por saturación y multiplicación de crisis.

Este cúmulo de cambios, de transformaciones sin retorno, puede representar para algunos una disminución temporal de la presión, por la mera sobrecarga de crisis simultáneas.

Trump y Netanyahu, Netanyahu y Trump, están unidos histórica y definitivamente. No hay escapatoria. Pase lo que pase con esta guerra, Israel contará con el respaldo total de Estados Unidos. Pero no se trata sólo de apoyo institucional, sino que esta alianza está fortalecida por un compromiso personal, ideológico y político entre ambos líderes.

Por más misiles, conflictos o desacuerdos que haya y décadas que pasen sin ser resueltos, el mundo árabe, sencillamente, no puede ser borrado del mapa. Y mucho me temo que, desde el 7 de octubre –esa fecha maldita en la que jamás sabremos cómo ni por qué Hamás se atrevió a lanzar un ataque de tal magnitud sobre Israel–, vivimos una situación cada vez más peligrosa. Pero, sobre todo, seguimos sin entender cómo, en un país donde no se puede dar un paso sin tropezar con un arma, un control o un sistema de vigilancia, pudieron pasar siete horas enteras matando, torturando y masacrando al mayor número de judíos en un solo día desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Siete horas de barbarie terrorista, cruel e inhumana.

Naturalmente, las imágenes que llegan desde Gaza –los niños muertos y la destrucción– son imágenes que conmueven al mundo. Pero ese 7 de octubre también murieron niños israelíes y eso nadie lo menciona o parece olvidarlo. Esto no abre ninguna puerta al futuro. Y si eso no bastara, la sola idea de un artefacto nuclear lanzado sobre Teherán, como solución final antes de que lo lancen sobre Tel Aviv o Jerusalén, ya está sobre la mesa. Y no es ciencia ficción. Es una posibilidad real y tangible.

Mientras tanto, la locura antiinmigrante –centrada, sin disimulo, en el color de nuestra piel y en el papel que hemos jugado desde hace más de un siglo como mano de obra– crece.

Los mexicanos, cada vez que ha hecho falta por una guerra o por necesidad, hemos estado allí. Y eso ha dejado una herencia imborrable: decenas de millones de ciudadanos con doble nacionalidad, con derecho a voto en ambos países, y una frontera de tres mil 600 kilómetros que convierte a México en el principal desafío para la seguridad interna de Estados Unidos.

Pero al mismo tiempo, no hay mano de obra, industria agrícola, sector de servicios ni sistema de cuidados que funcione sin esa misma migración. Y la migración más cercana, más experimentada, más entrelazada con Estados Unidos, es la mexicana.

Estados Unidos no puede ser sólo Trump ni México no puede ser sólo la ‘4T’. Ambos países tienen tradición, cultura, historia, pero, sobre todo, un antes y un después de Donald Trump y del movimiento iniciado por Andrés Manuel López Obrador. Sin embargo, sería irresponsable negar que estamos ante un momento crítico.

No olvidemos que, tras el ataque a Pearl Harbor, Estados Unidos encerró a todos sus ciudadanos de origen japonés, aunque fueran norteamericanos. Hoy, aunque a Trump, a los suyos y a muchos republicanos les gustaría otro color y otra composición racial en su flujo migratorio, la realidad es esta: su migración es la nuestra. Y aunque haya 11 millones de migrantes ilegales –si es que ese número es real–, también hay casi 48 millones de ciudadanos con doble nacionalidad o entrelazados con ambos países, y más de 65 millones de personas que hablan español o se expresan en español en Estados Unidos, según el último informe de Pew Research Center.

Konrad Lorenz definió los meses previos a la Segunda Guerra Mundial como tiempos de locura. Hoy, parece que estamos viviendo una reedición de ese momento. Y la amenaza de que esto termine siendo el inicio de la Tercera Guerra Mundial ya no es retórica ni imaginaria… es real.

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