Cada diciembre, la Ciudad de México se transforma en un gran corredor de fe. Desde distintos puntos del país, miles de peregrinos comienzan su camino hacia la Basílica de Guadalupe, motivados por promesas, agradecimientos o peticiones personales.
A pie, en bicicleta o incluso de rodillas durante los últimos metros, los fieles avanzan cargando imágenes, estandartes y flores dedicadas a la Virgen.
En los accesos principales de la ciudad, el movimiento es constante. Grupos enteros provenientes de Yucatán, Estado de México y Veracruz inician sus recorridos desde días previos, organizándose en caravanas para protegerse entre sí.
Muchos portan chalecos reflejantes y llevan consigo camionetas de apoyo con agua, suero y botiquines.
“Venimos a agradecer a nuestra madre santísima, por todo lo que nos da y le pedimos la paz de México y el mundo”, cuenta la Sra. Blanca Estela Rico de Bejarano, quien cada año realiza la una peregrinación desde Aragón con sus colegas de trabajo.
Al llegar a la Basílica, el ambiente se vuelve aún más intenso. El atrio está colmado de rezos y agradecimientos. Algunos peregrinos lloran al ver por fin la imagen de la Virgen del Tepeyac; otros se arrodillan al entrar a pesar del cansancio acumulado, la emoción domina.
Para muchos, es un encuentro espiritual profundamente personal, una tradición que representa identidad, comunidad y esperanza.
Las autoridades de la CDMX mantienen operativos de seguridad, salud y movilidad para recibir a los millones de visitantes que se esperan cada año.
No obstante, más allá de la logística, el núcleo del evento radica en las historias de aquellos que emprenden el viaje: individuos que, con cada paso, confirman su fe y preservan una de las costumbres más arraigadas del país.



