Cuando Donald Trump fue declarado presidente de Estados Unidos por segunda vez, Sonia Coria volteó a ver a su esposo y le lanzó una pregunta cargada de temor: “¿Para qué nos esperamos a que nos saquen y no nos llevemos nada? Mejor nos llevamos aunque sea la camioneta y las cosas que hemos juntado’”.
Después de siete meses intentando rehacer sus vidas en Glendale, Arizona, la familia Coria-León decidió regresar a México, impulsada por el miedo a ser deportada bajo las nuevas políticas migratorias. Pero al cruzar la frontera, lo que encontraron fue aún peor.
Sonia, su esposo Carlos y sus dos hijos, Naomi y Carlos, habían escapado de Michoacán tras recibir amenazas de presuntos integrantes del Cártel Jalisco Nueva Generación. En Estados Unidos, vivían en un pequeño departamento con la tía de Sonia, mientras trabajaban como limpiadora y jardinero. Su hija mayor iba a la escuela, aprendía inglés y nadaba por primera vez en su vida. El niño menor practicaba con su bicicleta. Por primera vez se sentían a salvo.
Con esfuerzo, compraron una camioneta Ford F-150 modelo 2008 y juntaron 5 mil dólares con el sueño de iniciar un pequeño taller mecánico en su natal Uruapan. Sin embargo, la elección de Trump y las crecientes redadas migratorias los llenaron de ansiedad. “Nos fuimos sin nada y regresamos peor”, lamentaría después Coria.
El 19 de enero, decidieron volver a México por su cuenta, antes de que Trump asumiera oficialmente la presidencia. Pero al llegar al cruce fronterizo de Nogales, elementos de la Guardia Nacional mexicana les quitaron todo: la camioneta, los ahorros y hasta la esperanza. Les confiscaron el vehículo por no tener el título original —a pesar de contar con un permiso temporal— y exigieron los 5 mil dólares como supuesta multa.
La familia quedó varada frente a la aduana con todas sus pertenencias en el suelo: 100 kilos de ropa, utensilios de cocina, herramientas, un refrigerador y los juguetes de los niños. “Perdimos todo”, recordó Coria entre lágrimas. “Con tanto esfuerzo que estuvimos trabajando allá para que en un ratito nos quitaran todo”.
Fue gracias a la intervención de organizaciones humanitarias como Voices from the Border y Salvavision que pudieron pasar la noche bajo techo y obtener ayuda para llegar a Michoacán. Un enfermero voluntario los recogió y los llevó a un albergue cristiano. Al día siguiente, regresaron a Uruapan, donde se enfrentaron a otra dura realidad.
Compartieron una pequeña habitación sin puertas en la casa de la madre de Sonia, durmiendo en el piso. Luego se mudaron a otra más pequeña, en casa de una tía. Carlos consiguió empleo en un taller; Sonia, en un restaurante de comida china. Los niños no dejaban de hablar de su vida en Estados Unidos. Carlos extrañaba su bicicleta. Naomi ya olvidaba el inglés.
En junio, la familia recibió una notificación oficial: su camioneta había sido incautada por el fisco federal, y además les informaban que debían pagar 18 mil dólares en impuestos aduanales por haberla ingresado al país.
El caso ilustra el rostro más crudo de lo que implica la llamada “autodeportación”, promovida por el actual gobierno estadounidense. Aunque oficialmente no fueron deportados, las políticas de miedo y el vacío de apoyo institucional en su país de origen terminaron por empujarlos a una vida más precaria que la que dejaron atrás.
Hoy, Coria y su familia intentan reconstruir su vida, otra vez, pero sin recursos, sin protección, y con el recuerdo de lo que creyeron sería un nuevo comienzo.